El asesinato de Miguel Uribe Turbay ha dolido a millones de colombianos. La pena trasciende los quehaceres y debates internos del partido al que pertenecía, el Centro Democrático. Y, por supuesto, va mucho más allá de lo que algunos voceros de izquierda pretendieron al minimizar su valor mediante referencias a su abuelo o a sus posturas políticas en las redes sociales.
Es difícil explicar las emociones que desató el magnicidio. Dolor por tratarse de un hombre joven. Impotencia al recordar que él mismo había quedado huérfano en la infancia por ese eterno retorno de la violencia que ahora lo alcanzó de nuevo. Tristeza por su esposa María Claudia, por su hijo pequeño y por toda su familia. Y, sobre todo, rechazo porque fue asesinado cuando expresaba sus ideas de manera abierta y pacífica, en la carrera por la candidatura presidencial. La sensación de desamparo ciudadano es evidente: un golpe brutal al sistema democrático.
En lo personal, sentí desilusión cuando la viuda de Miguel politizó abruptamente esta etapa de duelo al acusar a la senadora María Fernanda Cabal de amenazarla. No comparto la orientación política de Cabal, aunque reconozco en ella una virtud escasa: dice lo que piensa. Lo de María Claudia sonó más a política de la pequeña, un gesto mezquino en un momento en que el país esperaba grandeza. Francamente, no vi amenaza alguna.
Algo similar, por lo mezquino, había ocurrido en el entierro de Miguel, cuando su padre transformó el sepelio en un acto político. No es pecado hacerlo, claro está, pero su frase final —“tenemos una oportunidad de cambiar el rumbo en 2026”— se sintió más como un anuncio personal de su precandidatura que como un homenaje a su hijo. En pleno entierro, la autoproclamación dio pena ajena. A los pocos días, convertido en “heredero” de su hijo, constatamos su ambición
Algo similar, por lo mezquino, había ocurrido en el entierro de Miguel, cuando su padre transformó el sepelio en un acto político
En medio del dolor, cuando aún había esperanza de que Miguel Uribe sobreviviera, se llegó a especular que su esposa o su hermana podrían asumir sus banderas, pensando en el largo proceso de recuperación, que a muchos nos parecía posible en nuestra imaginación ilusa. Nuevas caras, mujeres, quizá con discursos de reconciliación. De hecho, las primeras palabras de Claudia en el Capitolio, el día del fallecimiento, fueron esperanzadoras: un rechazo claro a la violencia y un llamado a honrar a Miguel con amor en el corazón.
Por eso veo decepcionante que la primera aparición pública de María Claudia haya sido para darle un “tiestazo” a una senadora del mismo partido de Miguel, como si el magnicidio no trascendiera los estrechos límites de una disputa interna. El país merecía un mensaje de altura, no un mal sabor.
Del mismo autor: Lenguaje virtual, violencia real
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