Los pobladores, el agua, la informalidad y el caos sobre la carretera al Llano: una silenciosa causa de los derrumbes

Construcciones y vías improvisadas, hoteles y negocios presionan la montaña que sumado al mal manejo de las aguas terminan afectando gravemente la carretera

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diciembre 22, 2025
Los pobladores, el agua, la informalidad y el caos sobre la carretera al Llano: una silenciosa causa de los derrumbes

Cuando el carro sale de Bogotá y se atraviesa el peaje de Boquerón y el primer túnel y luego se cruzan puentes que se estiran sobre abismos verdes, se siente que el viaje hacia Villavicencio se volvió un paseo moderno, de esos que prometen llegar en menos de dos horas a su destino sin despeinarse. La camioneta avanza con suavidad y la carretera responde con cortesía. Todo parece bajo control. Pero basta pasar Chipaque, levantar un poco la mirada y desacelerar el entusiasmo para entender que esta vía guarda un secreto incómodo que no siempre aparece en los comunicados oficiales ni en los informes técnicos.

Es una vía que a veces se recorre sin apuros. Pero solo hay que mirar hacia arriba, hacia los costados, hacia las montañas que durante décadas fueron tierras silenciosas para entender el tamaño del problema que esconde en la belleza del paisaje: enclavadas en las laderas, construcciones de todos los tamaños y colores, fincas abiertas a punta de machete, potreros con vacas rumiando sin culpa, cultivos que suben la cuesta como si la gravedad fuera una sugerencia y no una ley. Desde abajo, desde el asfalto, todo se ve bonito. Una postal verde, campesina, casi idílica. Pero esa belleza carga con un costo invisible: el peso de los ladrillos y el cemento sobre una montaña inestable.

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La cordillera Oriental, en este tramo, no es una montaña vieja y resignada. Es tierra joven, e inquieta, todavía en proceso de acomodarse. La vía al Llano se abrió a fuerza de túneles, explosiones controladas, viaductos y muros de contención que lograron domarla lo suficiente para permitir el paso constante de automóviles, tractomulas y camiones que llevan y traen comida, animales, combustible y mercancías varias. Es la arteria por donde respira buena parte del país. Pero esa arteria que se trazó al lado de río Negro quedó rodeada de una ocupación humana informal que creció a la buena de Dios, sin orden y sin mucha conciencia de lo que implica vivir sobre una ladera inestable.

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El derrumbe del kilómetro 18, ocurrido el pasado 7 de septiembre, es el más reciente que taponó la carretera por más de 2 meses.

Después de Chipaque, la escena se repite kilómetro tras kilómetro. Casas pegadas a la vía, otras colgadas más arriba, hoteles grandes y pesados plantados como si la montaña fuera una plancha de concreto. El caso del hotel La Herradura es el ejemplo más elocuente. Un edificio que parece sólido, construido recientemente en una zona de alto riesgo, que tuvo que cerrarse porque la tierra debajo de él empezó a rugir, a gritar ¡basta! Precisamente fue en las inmediaciones de este hotel el pasado 7 de septiembre donde ocurrió el derrumbe del kilómetro 18 que tapó la vía durante más de dos meses; un derrumbe que dejó en claro que la montaña no distingue entre pequeños errores y grandes inversiones. Cuando cae, cae por completo.

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La historia se repite más adelante y alcanza su versión más crítica en el kilómetro 58, en jurisdicción de Guayabetal. Allí la vía parece siempre al borde del colapso, como si viviera con fiebre permanente. Desde abajo, desde la carretera, se ve poco. Pero basta con asomarse un poco más arriba, después de serpentear por una angosta vía sin pavimentar como si quisiera permanecer escondida, para encontrar otro de los silencios peligrosos de esta carretera: la producción a gran escala instalada en la ladera.

Allí, arriba del kilómetro 58, galpones azules, enormes, alineados como piezas de dominó dominan este sector desde el filo de la montaña hacia abajo. Son dieciséis, pertenecen a una avícola que hace muchos años atrás fundo la familia Vásquez, que cría de manera permanente cerca de medio millón de pollos. Cada dos galpones son cuidados por una familia que vive allí mismo, en casas también ancladas al terreno que arrojan desperdicios, aguas, deshechos sin control y cargan la montaña.

El problema no es solo el peso del cemento, de los techos, de las construcciones. Es el agua. El agua mal manejada, descargada sin control, filtrándose poco a poco en un suelo arcilloso que no perdona. Las aguas residuales de las casas, de los hoteles, de las fincas, de la ganadería, de la agricultura y de la producción industrial animal se infiltran en la montaña como una enfermedad lenta. Nadie lo ve, nadie lo nota y nadie habla de ello, pero esa agua mal manejada satura los taludes, crean cavidades invisibles, lubrican las fallas internas y debilitan una tierra que ya de por sí vive al límite.

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Son varias las causas que debilitan la tierra en la vía al Llano, la principal carretera que comunica el centro del país con el departamento del Meta, pero el peso de las viviendas y otros edificios puestos sobre las montañas es uno de los factores más importantes para que ocurran derrumbes.

Mientras se avanza por la vía, se logra entender que el problema no es un solo derrumbe ni una sola lluvia intensa. Es la suma de pequeñas decisiones mal tomadas durante años. La deforestación para abrir potreros y montar fincas, la ganadería que compacta el suelo con el peso constante de los animales que abren huecos en la tierra, los cultivos que alteran los drenajes naturales, las casas que descargan el agua donde pueden, los hoteles que buscan la mejor vista sin preguntarse si el terreno la soporta. Todo eso se acumula.

La paradoja es evidente. La vía fue pensada para conectar, para dinamizar, para acercar regiones. Y lo logró. Desde que la concesionaria Coviandes fue entregando los tramos, a partir de 2015, en el gobierno de Juan Manuel Santos, el valor de la tierra cambió. Lo que antes eran despeñaderos sin mayor atractivo se convirtió en suelo codiciado. Estar cerca de la carretera significaba negocio, visibilidad, oportunidad. Primero se fueron algunos, aquellos cuyos predios quedaron en zona directa de influencia de la obra. Luego llegaron muchos más. La ladera se pobló sin planeación rigurosa, sin controles efectivos, con la idea de que la montaña siempre aguanta.

Pero la montaña no aguanta todo. Lo demuestra cada cierre, cada fila interminable de camiones detenidos, cada día en que los Llanos quedan aislados del centro del país por horas, por días y por meses. Detrás de cada derrumbe hay obras millonarias, ingeniería de alto nivel, monitoreos permanentes, soluciones técnicas que buscan mitigar un riesgo que nunca desaparece del todo. Se construyen muros, se drenan taludes, se refuerzan túneles. Se hace lo posible. Pero ninguna obra puede borrar el efecto acumulado de años de ocupación desordenada.

Esta carretera sigue siendo vital. Por aquí circula buena parte de la comida que llega a las ciudades, los animales que abastecen los mercados, los productos que sostienen el comercio. Cuando se cierra, el país lo siente.

La vía al Llano enseña que la ingeniería puede abrir caminos impresionantes, pero no puede corregir todas las imprudencias humanas. Y recuerda, cada vez que un derrumbe tapa el asfalto, que construir sobre tierra viva exige algo más que permisos y cemento. Exige entender que cada ruta improvisada, cada arrollo desviado, cada vivienda, cada hotel, cada finca, cada galpón, pesa.

Y a veces pesa tanto que destruye la obra humana, el cálculo previsto, la ingeniería, el trazado hecho a la perfección y su arreglo que valen más que la propia vía. Y es así como sin saberlo, los mismos pobladores, empresarios y emprendedores informales, con su caótica ocupación, cargan con buena parte de la responsabilidad de los daños en los puntos críticos que hacen que la montaña se desmorone y que no permiten que el tráfico fluya y se cumpla con la promesa de los noventas minutos entre Villavicencio y Bogotá, tiempo con el que siguen soñando los millones que la transitan.

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