Lo ocurrido el 16 de enero de 2025 en el Catatumbo parece haber dejado de interesar a los grandes medios de comunicación, y mucho menos a quienes suelen lucrarse con las tragedias ajenas. Fue un inicio de año sombrío, marcado por el dolor de cientos de familias que perdieron a sus seres queridos en la peor confrontación registrada en la región: un choque brutal entre los dos grupos armados más poderosos del territorio, el ELN y las disidencias de las FARC.
Las víctimas de esta violencia no solo enfrentan las balas, los confinamientos y las amenazas. Ahora también deben cargar con el peso del olvido, que con el paso del tiempo las ha ido sepultando, al igual que los cuerpos que dejó este enfrentamiento que aún sigue sumando muertos.
Nadie habla de lo que pasó. Tal vez por miedo, tal vez por no querer revivir un episodio que marcó un antes y un después en la historia de las insurgencias. A diferencia de la masacre paramilitar de 1999 en La Gabarra, cuyas víctimas al menos han tenido espacios para expresar su dolor y denunciar lo vivido, lo del 16 de enero permanece silenciado. No tiene parangón en la historia reciente del país. Se estima que los desplazados podrían superar los 70 mil. Las víctimas mortales son incontables: se habla de fosas comunes ocultas en las montañas, de cuerpos enterrados en silencio, de reclutamientos forzados y confinamientos que se pierden en la bruma del tiempo y la indiferencia de las autoridades locales, regionales y nacionales.
Los muertos del Catatumbo solo serán recordados por sus familias. Ni siquiera los políticos de la región se atreven a mencionar el tema.
Nada volverá a ser igual. El tejido social tardará en reconstruirse, si es que existe la valentía —más que la voluntad— para hacerlo. Quizás nadie vuelva a creer en los supuestos salvadores del pueblo ni en quienes dicen abanderar la justicia social. Cada quien buscará reinventarse a su manera. Si el tiempo y el olvido han logrado devorar esta tragedia, tal vez los catatumberos renazcan de sus cenizas, como el ave fénix, y decidan construir un nuevo paradigma, lejos de cualquier actor que haya operado bajo el pretexto del abandono estatal.
Esta vez no fueron bombas lanzadas desde aviones Kfir ni ráfagas disparadas desde helicópteros. Los verdugos no vinieron de afuera: salieron de las propias entrañas del territorio.
No habrá reclamos al Estado. Las demandas apuntarán a quienes aprovecharon el vacío institucional para imponer su propia forma de gobierno, a punta de fusil, sembrando el peor horror que haya vivido el Catatumbo en tiempos recientes. Los sobrevivientes jamás olvidarán los gritos de auxilio lanzados desde las montañas, implorando ser evacuados en helicópteros. Las bases militares, antes rechazadas, se convirtieron en la única esperanza de salvación.
Quizás esas imágenes —tractores remolcando zorros repletos de cadáveres—, al igual que los recuerdos, también terminen sepultadas por el tiempo y el olvido. Como los muertos de este inmenso Catatumbo.
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