En ocasiones, las decisiones judiciales permiten renovar —aunque sea de manera transitoria— la confianza en la institucionalidad del país. La orden de privar de la libertad a dos exministros de un gobierno que se autoproclama como alternativa moral frente a las élites tradicionales constituye una señal relevante de que la justicia no debería operar únicamente contra los sin poder, los llamados “de ruana”, como también ha sido aplicada en contra del uribismo en fallos recientes.
Estos hechos ponen en cuestión la narrativa de superioridad ética que ha acompañado a la izquierda de carácter mesiánico. Resulta insuficiente, desde una perspectiva de responsabilidad política, alegar desconocimiento o afirmar que los hechos ocurrieron a espaldas del jefe de Estado, como en su momento ocurrió con Samper, hoy asesor en la sombra del mesías.
El patrón que se observa no es aislado ni anecdótico y es de a dos. Dos exministros —el del Interior y el de Hacienda— han sido enviados a la cárcel. Dos expresidentes del Congreso, uno del Senado y otro de la Cámara de Representantes, se encuentran privados de la libertad o vinculados a procesos penales.
Dos ministros en ejercicio, designados directamente por el presidente, enfrentan serios cuestionamientos judiciales: el impresentable ministro del Interior, Benedetti, y el ministro de Trabajo, Sanguino. Y dos funcionarios de máxima confianza presidencial, antiguos amigos y compañeros de militancia subversiva, con cargos estratégicos en el DAPRE y la Función Pública, han sido igualmente señalados en investigaciones de alto impacto: Ramón González, fundador del Partido Verde, y César Manrique, exdirector de la Función Pública.
Esta reiteración no puede explicarse como una simple coincidencia. El crimen de cuello blanco —expresión estructural de la corrupción, el clientelismo y la captura del Estado— constituye uno de los principales factores del atraso económico, institucional y democrático del país. No se trata solo de una desviación moral individual, sino de un fenómeno sistémico que reproduce el subdesarrollo y erosiona la legitimidad del poder público.
Por ello, la gravedad de estas conductas exige no solo sanciones penales ejemplares y efectivas, sino también coherencia política, autoridad moral y sanción social, por lo menos, no votando por los partidos que estos personajes representan.
El silencio, la ambigüedad o la minimización frente a estos hechos, sumados a cuestionamientos que alcanzan incluso el círculo familiar del poder, comprometen seriamente la credibilidad del proyecto político que prometió un cambio ético y estructural en la forma de gobernar.
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