El 29 de junio de 1919, Caracas apenas conocía los automóviles. Había uno, quizá dos, recorriendo sus calles polvorientas. Ese día, uno de ellos atropelló a un hombre de 54 años que caminaba con un pequeño paquete de medicinas. Las había comprado para una paciente que no podía pagarlas. Se llamaba José Gregorio Hernández, y su muerte, producto del golpe en la cabeza al caer contra el andén, marcó el inicio de una devoción que más de un siglo después lo llevó a ser reconocido como santo por la Iglesia católica.
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Este 25 de febrero de 2025, el papa León XIV oficializó su canonización desde el Hospital Policlínico Gemelli de Roma, cerrando un proceso de más de siete décadas. En Venezuela y Colombia, donde su imagen está presente en hospitales, esquinas y casas, la noticia fue recibida con júbilo. No se trataba solo de una figura religiosa, sino de un símbolo nacional de esperanza.
José Gregorio Hernández nació en 1864, en el pequeño pueblo andino de Isnotú, en el estado Trujillo. Desde niño mostró una inteligencia poco común y una fe profunda, influenciada por su madre, a quien perdió cuando tenía ocho años. Su padre, siguiendo los consejos de los maestros, lo envió a Caracas para que continuara sus estudios. A los 13 años ya sabía que quería ser médico, pero no cualquier médico: uno que curara a los pobres.
Gregorio Hernández se graduó en la Universidad Central de Venezuela en 1888. Pronto se destacó por talento y disciplina. Estudió en París, Berlín y Madrid, gracias a una beca que obtuvo. Allí aprendió bacteriología, histología y fisiología experimental, y regresó a su país decidido a transformar la enseñanza médica. Fundó el Instituto de Medicina Experimental, el Laboratorio del Hospital Vargas y fue pionero de la anatomía patológica en Venezuela. También llevó el primer microscopio que tuvo el país.
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Su legado no solamente se limitó a la ciencia. Gregorio Hernández mezcló la medicina académica con la espiritualidad, convencido de que sanar implicaba también el alma. Dedicaba las tardes a atender a los más necesitados sin cobrarles, y solía pedir su sueldo en monedas para repartirlo entre los pobres. En su consultorio dejaba dinero en la puerta, por si alguien necesitaba “un poco de sencillo”.
Su vida austera y su compromiso con la fe lo convirtieron en una figura mística. Tras su muerte, comenzaron a multiplicarse los testimonios de enfermos que aseguraban haber sanado por su intercesión. En 1949, la Iglesia católica abrió su proceso de beatificación. En 1972 fue declarado “Siervo de Dios” por el papa Pablo VI, y en 1985, “Venerable” por Juan Pablo II. Pero fue recién en 2020 cuando el Vaticano reconoció oficialmente un milagro atribuido a él: la recuperación de Yaxury Solórzano, una niña venezolana que había recibido un disparo en la cabeza y sobrevivió sin secuelas.
El caso fue determinante. Médicos certificaron que la menor había perdido masa encefálica y fragmentos del cráneo, pero semanas después estaba completamente recuperada. Su madre había rezado pidiendo la intervención del “médico de los pobres”, y ese hecho se convirtió en la pieza clave para la beatificación. Cinco años más tarde, tras la confirmación de un segundo milagro, llegó la canonización.
Venezuela celebra hoy a su primer santo nacido en su territorio. En Isnotú, su pueblo natal, las calles se llenaron de peregrinos que caminaron hasta el santuario levantado en su honor. En Caracas, frente al Hospital Vargas, donde trabajó y murió, los fieles encendieron velas. Y en Bogotá, en la Avenida Caracas, el pequeño consultorio que lleva su nombre volvió a llenarse de creyentes que buscan alivio y esperanza.
Más de cien años después de aquel accidente, José Gregorio Hernández sigue siendo para millones de personas la figura del médico que curaba con ciencia y fe, el hombre que ayudaba sin mirar a quién, el santo que murió cumpliendo su vocación de servir. Hoy, su canonización no solo honra su obra, sino también una manera de entender la medicina: como un acto de amor hacia los demás.
Y así, el médico que un día salió de su casa para ayudar a una paciente pobre y nunca volvió, se convirtió en el nuevo santo de América Latina.
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