Vivimos rodeados de decisiones que no tomamos directamente. Las toman los gobiernos, los jueces, las empresas, las entidades públicas y hasta las plataformas donde opinamos, compramos o simplemente navegamos. Así funciona hoy en día la vida en sociedad: una red de decisiones colectivas que nos afectan, estemos o no de acuerdo, y que, casi nunca dependen única o directamente de cada uno.
A pesar de lo anterior, en estos tiempos recios está apareciendo otro actor que empieza a influir en lo que nos ocurre, silenciosamente, sin pedir permiso y sin que lo notemos del todo: el algoritmo.
Imaginemos esto: un Congreso que, antes de votar una ley, no solo escuche discursos, sino que, tenga una herramienta capaz de mostrar con claridad a todo el país en tiempo real, el impacto verdadero de cada iniciativa legislativa. Un sistema que cruce datos sobre costos, regiones beneficiadas, riesgos de corrupción, efectos ambientales, resultados fiscales y desigualdades. Un tablero que obligue a los congresistas a ver qué proyecto favorece de verdad al interés general y cuál está diseñado para un grupo específico.
Ese sistema, ese análisis que dejaría ver al ciudadano los pros y los contras de un proyecto de ley, no reemplazaría la deliberación política, pero sí pondría sobre la mesa evidencia accesible y estructurada que hoy suele perderse entre discursos, presiones y maniobras de coyuntura.
Pensemos también en la educación. A muchos nos tocó aguantar clases eternas, sentados en silencio, mientras la mente pedía movimiento o cambios de actividad. Otros eran los que hacían muchas preguntas y recibían miradas de fastidio porque “interrumpían”. Ahora imaginemos un sistema que entiende cómo aprende cada estudiante. El niño inquieto recibe clases con pausas y ejercicios prácticos. El estudiante curioso obtiene explicaciones más profundas y materiales adicionales. Quien llega con brechas de comprensión recibe apoyo sin ser señalado. No se trata de encasillar, sino de ampliar rutas para que cada quien aprenda a su manera.
Sé que puede sonar fantasioso, pero vayamos a la salud. Si el médico diagnostica un cáncer, normalmente el paciente sale con una lista de trámites, filas y autorizaciones que desgastan incluso antes del tratamiento. Ahora imaginen que, apenas el médico registra el diagnóstico, un sistema organiza automáticamente todo lo que viene: las citas con oncología, los exámenes necesarios, los especialistas complementarios, el apoyo psicológico, la rehabilitación, los recordatorios y la coordinación entre instituciones. Un paciente no debería convertirse en mensajero de su propia enfermedad. Un sistema así le devolvería tiempo, fuerza y dignidad.
Podemos ir más lejos. La Fiscalía recibe miles de denuncias todos los días. ¿Se imaginan si existiera un sistema que pudiera leerlas al instante, clasificarlas, detectar riesgos urgentes, encontrar patrones de violencia o identificar situaciones repetidas contra la misma víctima? Un sistema que active medidas de protección automáticas cuando la denuncia lo amerite, que alerte al fiscal de turno, que cruce datos con casos anteriores y que ayude a asegurar pruebas que desaparecen con rapidez. No reemplaza al fiscal, pero lo orienta hacia donde está el peligro real y las víctimas que no pueden esperar.
Algo similar podría ocurrir con la convivencia en las ciudades. Con cámaras, reportes ciudadanos y datos de aseo, un sistema podría detectar puntos críticos de arrojo clandestino, horarios en que se repiten comportamientos problemáticos, rutas más eficientes para la recolección y zonas que requieren presencia institucional. Podría organizar operativos puntuales, campañas pedagógicas específicas y sanciones donde realmente son necesarias. Sería una ciudad menos reactiva y más preventiva.
En el sector financiero, tampoco es imposible imaginar algo distinto. Un sistema que observe señales de sobreendeudamiento antes de que el usuario caiga en una espiral difícil de manejar. Que advierta, que ofrezca alternativas responsables, que bloquee productos que podrían hundir al cliente. Y que, al mismo tiempo, dé acceso a quienes están por fuera del sistema formal, usando datos reales de comportamiento y no solo historiales incompletos.
“El celular que escucha”, uno piensa viajar y aparecen ofertas de vuelos, o quiere estudiar y llegan propagandas de programas académicos
Hasta aquí suena como un país más organizado, más justo, más eficiente. Y, sin embargo, aparece algo que muchos ya han sentido: lo que algunos llaman “el celular que escucha”. Esa sensación de que uno piensa en viajar y de repente aparecen ofertas de vuelos, o quiere estudiar y empiezan a llegar propagandas de programas académicos. En redes sociales ocurre lo mismo: basta con interactuar con cierto contenido para que el sistema entienda gustos, intereses y hábitos. No es magia; son patrones que casi nadie ha explicado.
Y es aquí donde debemos hacer una pausa. Si estas herramientas van a influir en decisiones sobre salud, educación, justicia, convivencia, finanzas y hasta en lo que vemos, ¿quién decidió que podían hacerlo? ¿Con qué criterios? ¿Quién responde cuando fallan? ¿Cómo puede una persona corregir una clasificación injusta? ¿Cómo reclamar si ni siquiera sabe que la decisión inicial la tomó un sistema automático que nunca vio?
En ese cruce entre lo útil y lo riesgoso aparece la necesidad de un nuevo derecho: el hábeas data algorítmico. No se trata de frenar el progreso, sino de garantizar que, cuando una decisión que nos afecta ha sido tomada con ayuda de un algoritmo, podamos saberlo, entenderla, pedir revisión humana y corregir errores. Si la tecnología va a entrar al Congreso, a las aulas, a los hospitales, a la Fiscalía, a los bancos y al teléfono que llevamos en el bolsillo, entonces el derecho también debe entrar. Sólo así aseguramos que la inteligencia de los sistemas esté al servicio de las personas, y no al revés.
Del mismo autor: Del código al algoritmo: la cuarta revolución de la República
@Hombrejurista
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