En Navidad se habla mucho de paz, de familia, de milagros. Pero en en realidad en las ciudades hay otra Navidad: la de quienes pasan la noche a la intemperie, la de quienes “no caben” en las mesas, la de los que son vistos odiosamente como estorbo y no como ciudadanos.
Esa Navidad no tiene villancicos; tiene frío. No tiene brindis; tiene hambre y tristezas. Y, sobre todo, tiene algo peor que la pobreza: tiene el silencio de los demás, la indiferencia.
La filósofa española Adela Cortina le puso nombre a ese silencio cuando escribió sobre la aporofobia, el rechazo al pobre. No es una palabra elegante, pero describe con precisión lo que ocurre: la sociedad no se incomoda tanto con el diferente como con el que no tiene nada que ofrecer, el que rompe la fantasía de que todo se gana por mérito. Por eso el habitante de calle molesta, el reciclador estorba, el vendedor ambulante “desordena”.
La aporofobia no siempre insulta; a veces es más fina: aparta, borra, expulsa, vuelve invisible. Y cuando se vuelve costumbre, se transforma en política sin decreto.
Ayer, en el Palacio de Nariño, el presidente Gustavo Petro hizo un gesto que, visto con cuidado, no fue una simple escena navideña:
Llegó con una chaqueta confeccionada por habitantes de calle y abrió la casa presidencial para cenar con ellos. El detalle no es la prenda, sino lo que simboliza: por una noche, el centro se movió.
El Estado dejó de mirar a los invisibles desde lejos y decidió mirarlos de frente. No como objeto de compasión, sino como invitados. No como “problema”, sino como personas.
A veces los cuentos explican mejor que los discursos. Hans Christian Andersen escribió El traje nuevo del emperador: un rey desfila desnudo mientras todos lo aplauden por estar vestido con una tela inexistente por miedo a admitir la verdad. Ese cuento no habla de ropa; habla de poder.
Habla de cómo una sociedad puede acostumbrarse a fingir, a celebrar una elegancia imaginaria para no nombrar lo evidente. En Colombia también tenemos telas invisibles: las “formas sobre los derechos”, el “orden sobre la justicia”, la “institucionalidad sobre la realidad” repetida como mantra.
Debajo de esa tela invisible, camina desnuda la desigualdad y la mezquindad que todos niegan. Ayer en cambio no hubo desfile: no fue el poder exhibiéndose, fue el poder sirviendo. Y al servir, por un instante, la tela se hizo visible. De ese material estaba hecha la chaqueta del presidente Petro, de amor por el más necesitado, un raro material en estos tiempos.
Andersen escribía mucho más que cuentos, contaba realidades que duelen, precisamente en diciembre. La vendedora de fósforos por ejemplo es una niña que intenta vender fosforos en una noche helada la ven, pero nadie se detiene.
Para calentarse, la niña enciende un fósforo y en su pequeña llama imagina lo que no tiene: una mesa caliente, un plato de comida, un hogar.
Enciende otro y ve un árbol. Enciende otro y ve a su abuela. Mientras la ciudad celebra, la niña se apaga. No muere solo de frío: muere de indiferencia. Muere porque nadie la vio.
Esa niña sigue muriendo hoy, con otros nombres, en otros cuerpos. Muere por una pobreza que no es solo falta de ingresos: es hambre de techo, de salud, de educación, de compañía, de reconocimiento.
Es hambre multidimensional y estructural: hambre de todo lo que hace humana a una vida. El habitante de calle, el trabajador del aprovechamiento, el vendedor ambulante carga ese frío social: existen al lado de todos y aun así son tratados como si no existieran.
En Navidad, por una noche, el Estado los vio. Y esa es la primera forma de justicia.
No se trata de santidad, pero es inevitable pensar en Francisco de Asís. El presidente Petro lo citó a la cena, fue el invitado de honor. Él santo Asis tuvo el privilegio de recordarle al mundo con sus propios sacrificios, que la dignidad no depende del dinero ni del estatus. Se acercó a los pobres no para dar limosna desde arriba, sino para igualarse con ellos.
Ese gesto, ponerse al nivel del último, es el que incomoda a los poderosos, no porque Petro sea un santo, si no, porque invierte la jerarquía moral del mundo. Petro, ayer, no citó a un santo para adornar un discurso; hizo algo más serio: intentó practicar, al menos por una noche, esa inversión.
Soy abogado del presidente y escribo hoy, 25 de diciembre, con esa claridad. No sostengo que una cena cambie el país. Tampoco sostengo que el símbolo baste. Pero sí sostengo esto: cuando el poder reconoce en público a quienes la sociedad desprecia en silencio, golpea, aunque sea por un instante, la aporofobia que se volvió normal. Rompe el pacto del olvido. Y en una democracia, el olvido es una forma de violencia.
Habrá quien lo reduzca a “teatro”. Es fácil decirlo desde la comodidad de quien nunca ha tenido que encender un fósforo para imaginar calor. Pero gobernar también es educar, y los símbolos educan.
Un ministro que sirve aprende que la autoridad no se pierde al inclinarse. Un Palacio que abre sus puertas recuerda que la nación no se agota en quienes tienen credencial. Una chaqueta hecha en la calle dice, sin gritar, que la dignidad puede entrar al centro de la República.
Navidad no es solo una fecha. Es un examen moral. Ayer, en la casa de Nariño, el país vio algo que no suele ver: que el poder puede dejar de desfilar con trajes invisibles y, por una noche, encender un fósforo contra el frío de la indiferencia.
Ayer hubo el tan temido golpe de estado, al estado de la indiferencia.
@HombreJurista
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