El anuncio del presidente Gustavo Petro del incremento del salario mínimo para 2026 marca un punto de inflexión en la política salarial colombiana. El nuevo salario mínimo legal vigente quedó fijado en $1.750.905, lo que representa un incremento nominal del 23,7% frente al salario base de 2025 ($1.423.500). Al sumarse el auxilio de transporte de $249.095, el ingreso mensual total para los trabajadores que lo devengan asciende a $2.000.000.
Se trata de uno de los ajustes más altos de las últimas décadas, no solo en términos nominales, sino —sobre todo— en términos reales. Si se descuenta la inflación observada y esperada de 2025, que ronda el 5–5,5%, el aumento real del salario mínimo se ubica aproximadamente en el 17–18%, una ganancia efectiva de poder adquisitivo pocas veces vista en la historia reciente del país.
Ahora bien, más allá del número, el verdadero debate está en el cambio de enfoque que el Gobierno introduce al justificar este incremento: por primera vez se incorpora de manera explícita el concepto de salario mínimo vital, una noción respaldada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y por el artículo 53 de la Constitución Política, que ordena que el salario sea “mínimo, vital y móvil”.
Durante décadas, el salario mínimo en Colombia se ha fijado bajo un enfoque esencialmente reactivo: inflación pasada, productividad y capacidad de pago, negociados en la Comisión Permanente de Concertación y, en ausencia de acuerdo, lo definido mediante decreto. Ese modelo, aunque técnicamente defendible, terminó produciendo una brecha creciente entre el ingreso legal y el costo real de una vida digna, especialmente para hogares donde el salario mínimo es la principal fuente de ingresos.
El salario mínimo vital introduce un criterio distinto. No se centra únicamente en el trabajador individual, sino en el hogar; no pregunta solo cuánto subieron los precios el año anterior, sino cuánto cuesta realmente vivir con dignidad. Estudios presentados en escenarios tripartitos y académicos estiman que la canasta mínima vital para un hogar promedio en Colombia ronda los $3 millones mensuales, lo que, considerando cerca de 1,5 perceptores de ingreso por familia, implicaría un salario vital cercano a los $2 millones brutos. En ese contexto, el ajuste decretado para 2026 no alcanza todavía ese umbral, pero sí reduce de manera significativa la brecha histórica.
Desde una mirada económica responsable —y con la experiencia de haber representado al comercio y al empresariado regional— conviene separar el análisis técnico del debate ideológico. Los temores tradicionales frente a aumentos elevados del salario mínimo son conocidos: destrucción de empleo formal, aumento de la informalidad, presiones inflacionarias e impactos negativos sobre las pequeñas y medianas empresas.
Sin embargo, la evidencia reciente muestra un panorama más matizado. Los incrementos aplicados durante el actual gobierno (2023, 2024 y 2025) coincidieron con reducciones en la pobreza monetaria y multidimensional, descensos sostenidos en la tasa de desempleo y una inflación que, tras el pico postpandemia, ha venido cediendo.
No se observaron caídas masivas del empleo, aunque sí persisten alertas legítimas sobre informalidad y presión de costos en sectores intensivos en mano de obra. Esto no significa que los riesgos no existan. Un aumento de esta magnitud exige políticas complementarias: alivios a la nómina para las mipymes, mejora en productividad, formalización laboral real y una vigilancia estricta para evitar la indexación automática de precios que termine diluyendo el beneficio salarial. El salario mínimo, por sí solo, no corrige la desigualdad estructural de un país que sigue estando entre los más desiguales de América Latina y del mundo.
Pero tampoco puede desconocerse que Colombia arrastra una deuda social profunda. Estar entre los países con mayor desigualdad —solo superados en la región por realidades extremas como la de Haití— hace inevitable replantear el papel del salario como herramienta de cohesión social. En ese sentido, el ajuste de 2026 no es solo un aumento: es una señal política y económica de que el salario vuelve a asumirse como un instrumento de dignidad, no únicamente como una variable de equilibrio macroeconómico.
El debate, entonces, no debería reducirse a si el aumento “gusta” o “asusta”, sino a cómo lograr que este tipo de decisiones sean sostenibles, protejan el empleo formal y contribuyan de verdad a cerrar la brecha entre crecimiento económico y bienestar social. Ese es el desafío que queda planteado para 2026 y los años siguientes.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.


