Si como opinamos en esta serie especial de columnas, la República nació con la imprenta, luego se electrificó con la radio, y luego se volvió imagen con la televisión, lo que vivimos desde los años noventa es otra mutación: la República algorítmica la Estado digital.
Lo que nos enseñaron en la escuela sobre la nación, un territorio definido, una cultura común y una organización política unificada, está cambiando aceleradamente.
El territorio hoy puede ser cualquier lugar del mundo con conexión; la moneda puede ser criptomoneda; la identidad ya no es la que el Estado asigna, sino la que cada quien se asigna porque se autopercibe; las “tribus” ya no son étnicas ni regionales, sino digitales: nos agrupan las tendencias, los seguidores, los clústeres que el algoritmo ordena según preferencias sexuales, culturales o políticas.
Estos tiempos nos dan una reorganización silenciosa: la patria ya no se mide solo en kilómetros cuadrados, sino en redes, plataformas y comunidades virtuales que atraviesan las fronteras jurídicas clásicas.
En ese nuevo mundo, el dato reemplazó al papel, el enlace reemplazó a la plaza y el algoritmo empezó a competir con el Derecho por la definición de la verdad pública.
Colombia ingresó a esta cuarta revolución casi sin darse cuenta y siempre, desde Bolivar a Petro, los cambios políticos, sociales y en el derecho surgen por los cambios de la tecnología y su influencia en la sociedad, ya lo vimos, la imprenta, la radio, la TV, la internet, ahora la IA
El país que todavía escribía memoriales en máquina de escribir amaneció un día conectado por fibra óptica y, en pocas décadas, pasó de alfabetizarse por radio a educarse en pantallas globales. En esa transición, lo que más cambió no fue la tecnología, sino la forma de entender los derechos, de ejercer el poder y de gobernar un Estado que ya no puede actuar encerrado en su territorio, porque sus ciudadanos viven, piensan, militan y discuten en un espacio que ya no es solo nacional, sino civilizatorio.
La educación ofrece la primera evidencia de esta mutación. Durante buena parte del siglo XX fue el privilegio de élites urbanas; luego se volvió un proyecto nacional cuando la radio y la televisión enseñaron a leer a millones. Pero el salto decisivo llegó con el internet: la educación dejó de ser un lugar físico y se convirtió en un derecho de conectividad.
Hoy no se trata solo de acceder a contenido, sino de navegar en un ecosistema de información infinita. La escuela, la universidad y el Estado compiten con plataformas globales que enseñan a cualquier hora y en cualquier idioma. Y ahora la inteligencia artificial añade una capa inédita: la educación personalizada, casi íntima, donde cada ciudadano aprende con un asistente digital que memoriza su estilo, su ritmo y su forma de razonar.
La educación ya no es un derecho estático: es una relación viva entre humanos y máquinas que obliga al Derecho a pensar en nuevos deberes de acceso, calidad, privacidad y equidad.
Sin conexión a Internet no hay libertad de expresión, ni participación política, ni acceso a la justicia, ni igualdad real.
En ese contexto el internet se convirtió, con razón, en un derecho humano instrumental. Sin conexión no hay libertad de expresión, ni participación política, ni acceso a la justicia, ni igualdad real.
La brecha digital se volvió la nueva forma de desigualdad estructural: un muro entre quienes pueden habitar la ciudadanía digital y quienes quedan confinados a la oscuridad sin informacion o con información manipulada.
El Estado, que alguna vez tuvo el monopolio de la comunicación, ahora debe garantizar que todos entren al flujo; ya no es él quien distribuye la palabra, es la red la que distribuye al Estado.
El celular complejiza aún más ese mapa. No es un teléfono: es una extensión del ser humano, una prótesis cognitiva que guarda memoria, identidad, preferencias, recorridos, vínculos.
Lo que Steve Jobs anticipó como una herramienta para el bolsillo terminó siendo cómo él predijo, un órgano externo del cerebro. Y ese órgano genera nuevos derechos y adicciones: el derecho a la privacidad ubicua, el derecho a la identidad digital, el derecho a la desconexión y, sobre todo, el derecho a que el yo informacional no sea manipulado por terceros.
El Derecho colombiano, que nació para proteger cuerpos, ahora debe proteger datos; la dignidad pasó de la piel a las redes.
Y cuando ya nos estábamos acostumbrando a la hiperconectividad, apareció la inteligencia artificial. No como una herramienta, sino como una nueva infraestructura del conocimiento. La IA reorganiza la información, predice comportamientos, escribe textos, evalúa argumentos, detecta patrones y toma decisiones auxiliando, o desplazando al Estado.
Si el internet democratizó el acceso al saber, la IA democratiza la producción del saber. Pero también crea riesgos: sesgos invisibles, decisiones automatizadas, opacidad algorítmica, poder concentrado en plataformas globales.
Por eso la IA no solo transforma derechos: crea derechos nuevos. El derecho a no ser perfilado sin consentimiento; a que los algoritmos sean auditables; a que la inteligencia artificial sea una herramienta de igualdad, no de exclusión.
La ONU habla ya del derecho a “una IA centrada en la dignidad humana”. Estamos ante una nueva generación de derechos civiles universales.
Estos cambios también reordenan el gobierno. Los gobernantes ya no administran solo territorios; administran flujos de información. Lo que dicen, lo que ocultan, lo que muestran y lo que ignoran es evaluado en tiempo real por una ciudadanía global.
Las decisiones de Trump, Macron, Bukele o Petro se discuten simultáneamente en Nueva York, Tokio o Buenos Aires. La legitimidad se volvió transfronteriza: ya no basta con gobernar bien ante los nacionales; hay que gobernar bajo la mirada de millones que opinan desde otros países.
Esa hiperexposición transforma la diplomacia, la política, la gobernabilidad. Los Estados se han vuelto permeables: cada crisis retumba en todas las pantallas del planeta.
Y aquí aparece quizá la intuición más profunda de esta cuarta revolución: estamos entrando en un mundo donde los derechos ya no se piensan solo dentro de Estados, sino dentro de lo que el jurista japonés Onuma Yasuaki llama una perspectiva transcivilizatoria del derecho internacional, en la que los problemas centrales, clima, datos, inteligencia artificial, migración, biodiversidad, desbordan cualquier frontera nacional y obligan a imaginar formas de gobernanza que van más allá del Estado-nación.
El territorio sigue existiendo, pero las decisiones decisivas se toman sobre espacios globales: la atmósfera, los océanos, las nubes de datos, los sistemas financieros y las plataformas digitales.
La humanidad empieza a organizarse no solo en países, sino en civilizaciones tecnológicas compartidas, y el Derecho, si quiere seguir siendo relevante, tendrá que aprender a hablar ese nuevo idioma sin renunciar a su tarea más antigua: proteger a cada persona concreta frente a cualquier poder, incluso frente al poder de la propia civilización digital.
El Estado-nación, diseñado para un mundo de papel, no puede gobernar un mundo de datos. Las fronteras se difuminan; los territorios ya no son solo geográficos sino informacionales. La humanidad se está reorganizando alrededor de plataformas, protocolos, ecosistemas digitales que funcionan como nuevas polis.
Por eso esta cuarta columna cierra la tetralogía con una conclusión inevitable: cada revolución tecnológica ha transformado los derechos, el Derecho y el gobierno, pero esta última los está redefiniendo al mismo tiempo.
La IA, el internet y la hipercomunicación no solo cambian la manera de gobernar: cambian la naturaleza de lo gobernable. La pregunta ya no es si la tecnología alterará la República; es si la República sabrá convertirse en guardiana de la humanidad en un mundo donde el poder circula a la velocidad del dato. Porque al final, en esta cuarta era, la verdadera ciudadanía no es solo nacional: es civilizatoria.
@HombreJurista
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