Hoy por hoy decir que a uno no lo enloquece Shakira es tan o más grave que asegurar que Uribe es culpable, Petro lenguaraz, James Rodríguez de derecha y Esperanza Gómez de izquierda. Es como confesar alguna nimiedad frente a la magnificencia de la barranquillera: que es bajita, pelinegra, cejijunta como Frida Kahlo y por eso se las ha depilado toda la vida, que se ha retocado la nariz, que el segundo dedo de su pie izquierdo es torcido y que a sus esplendorosos 48 años y en la cima de su carrera y con un envidiable coeficiente intelectual, aún no sabe leer muy bien partituras, pero tiene un oído perfecto y amoríos imperfectos.
La idolatría pareciera ser unánime o por lo menos eso quieren hacernos creer. Nadie puede desconocerle su carrera, su talento innato –y trabajado hasta la saciedad–; y esa terquedad que convierte las adversidades de su vida en incesantes timbres de su amplia caja registradora. No importa si es el robo de sus maletas o los cachos de turno. Todo lo vuelve canción y sus fieles adoratrices (dentro de los que se cuentan hombres a los que vi cantar sus canciones con los ojos cerrados, las dos manos en el pecho, bamboleando cabeza hacia los lados como baladista ochentero y con unas caderas que sí mienten) las elevan a la categoría de himnos sublimes, donde los otros hombres son mucho menos que las famosas estrofas de Paquita la del barrio.
La apología feminista es arrolladora. No lo logra, pero lo deja bien averiado. La puesta en escena es burlesca, pero la masa de mujeres aúlla como lobas en celo y llegan casi al paroxismo cuando Shakira –como cualquier chica Almodóvar– se hinca sobre el sujeto abyecto, vestido de rosa, mientras canta poseída por el erotismo. Sus movimientos pélvicos y de cadera evocan a Lilith y hacen que uno se sienta un Asmodeo. Domina y juega a su antojo con el desventurado hombre disfrazado de muñeco, al que alguna vez debió dedicarle su álbum Fijación oral o sus canciones Puntería y Nunca me acuerdo de olvidarte.
Lo de Shakira es un espectáculo de corte mundial por donde se le mire. Tanto, que el de la gran orquesta que ahora interpreta los éxitos del Grupo Niche, palidece. Sí, que me perdonen todos, pero eso es el grupo ahora, una agrupación con calidad interpretativa, sonora, escenográfica, coreográfica, luminotécnica y todo lo que se quiera, pero anclada en el exitoso pasado. Cali los ama y sus canciones se cantan porque ya le pertenecen a la cultura popular, pero no trascenderá como el Gran Combo de Puerto Rico, sino que produce y sigue viviendo de la nostalgia y el arraigo. Sería como si Shakira se hubiera quedado satisfecha con el contrato que firmó con Sony a los trece años, que pensaba ponerla a cantar vallenatos; o con el éxito de su tercer álbum Pies descalzos cuando apenas tenía 19 añitos y pudo haberla abrumado.
Una pantalla led de 40 metros es el primer golpe visual y de suntuosidad, que se refuerza con el credo que le da nombre a la gira y que tiene a las mujeres dichosas y a los hombres precavidos y timoratos. El séquito de novios, maridos y papás acompañantes en el concierto, sobrepasa cualquier adjetivo. Un millar de luces robóticas que se sincronizan y alternan, según la canción, el video de fondo y las cuatro cámaras (dos computarizadas y dos steadicam) sobre el escenario, con las manillitas del tamaño de un reloj digital rectangular que llegaron para reemplazar a los encendedores de antaño. Cuatro torres de sonido con una fidelidad que ya ni en los sepulcros. Dos salas de control de video emisión. Son alrededor de 2.000 personas que participan en la logística, entre ellos más de 200 técnicos en escena y medio centenar en tarima cuando arranca. No hay nada al azar.
Toda está calculado y meticulosamente ensayado, incluso cualquier asomo que pueda ser leído como improvisación o una salida del libreto. Otro “buenas noches, Cali” o el afortunado mortal a la que la divinidad dejó subir a su Olimpo y le cantó al cachete. Sus movimientos, las luces, la cámara que la sigue, la que la recibe, la coreografía, las guirnaldas virtuales, el humo real, la cascada virtual que se forma cuando una imagen creada –mitad ella y mitad sirena–, rompe el acuario donde está confinada; la candela real de cuyo calor se siente el fogonazo, en fin, un espectáculo que, para la mayoría de los asistentes al Estadio Olímpico Pascual Guerrero, se vio mejor en pantallas que en la distancia que impone el precio de las boletas.
Incluso, hay un momento en medio del concierto donde Shakira desaparece del escenario y desciende a las entrañas de la tarima, a los bastidores –que son como el monstruo por dentro–, donde no deja de cantar. Debo confesarles: ¡Es un pregrabado! No es un plano secuencia y tiene cortes. ¡A quién le importa! El público enardecido no entiende de esas vainas de la producción y sigue con embeleso y deleite un recorrido donde la diva se toma un sorbo de agua, le retocan el maquillaje y le cambian sus ropajes y sus sandalias de princesa romana o libanesa. Jamás una sombra, alguien que se atraviese en el plano o un bache en la imagen. Un micrófono que no le funcionó fue reemplazado en cuestión de segundos y una luz que llegó tarde para iluminar un mensaje breve a la muchedumbre. ¡Casi la perfección!
Verla a pocos metros es un privilegio que se pierden quienes solo la graban unos segundos y se agachan a compartir contenido en redes. Verla a la distancia es una ilusión que se vuelve realidad aumentada en la pantalla gigantesca. Todo es superlativo a su alrededor, pero innegable su impacto en todos los ámbitos. Allá la alcaldía que hable de millones de dólares, yo les tengo otros indicadores económicos: Una cerveza $15 mil. Un agua $10 mil. Una hamburguesa $35 mil ¡Una camiseta oficial $150 mil! Y afuera, el parqueo en la calle 25 mil. Los pinchos de carne petrolizada $12 mil. Lloran los bolsillos porque no solo las mujeres facturan.
Según datos de la Alcaldía de Cali, se recaudaron 21 millones de dólares y hubo una ocupación hotelera cercana al 100%. Yo no sé si cuando esta administración acabe Cali estará con más seguridad y menos homicidios, con más empleo y menos pobreza, con mejor movilidad y menos restricciones, con más obras y menos huecos (incluido el fiscal), con más necesidades básicas de su población satisfechas y con más políticas públicas que promuevan el bienestar de todos; pero lo que sí están logrando con fuertes inyecciones de recursos y un despliegue mediático de lo cultural sin precedentes, es la idea en el imaginario popular de que habitamos el mejor vividero del mundo. Pero bueno, diría como Shakira: "No puedo pedir que el invierno perdone a un rosal".
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