En la década de 1970, el departamento de Nariño estuvo a punto de convertirse en el epicentro de una de las obras más importantes para su desarrollo económico: la Gran Refinería de Occidente.
Sin embargo, por una combinación de intereses políticos y regionalistas, este proyecto visionario nunca se concretó en la región.
Todo indicaba que Nariño era el lugar ideal para levantar esta obra de infraestructura. Los estudios técnicos, geográficos y económicos señalaban su ubicación como estratégica, cercana al Pacífico y con acceso a corredores comerciales y mano de obra local. La refinería habría generado empleo, ingresos y dinamismo económico para el suroccidente del país.
Pero el sueño se desvaneció.
Presiones políticas, cálculos centralistas e intereses regionales trasladaron el proyecto al Valle del Cauca, dejando a Nariño con promesas incumplidas y una profunda sensación de traición. La falta de liderazgo de la clase dirigente local en ese momento histórico tuvo consecuencias duraderas: la economía del departamento se estancó, afectada por la escasez de combustible y la falta de inversión.
“La justificación social y económica que Nariño planteó para la instalación de la Gran Refinería de Occidente se basaba en la condición de marginamiento que esta sección del país afronta desde tiempos atrás”, expresó el entonces gobernador Laureano Alberto Arellano.
Arellano defendía la obra como una vía para la descentralización y la equidad regional:
“El reclamo que Nariño hizo de su Gran Refinería fue el derecho que le asistió para incorporarse a la economía nacional”.
Su visión apuntaba a un desarrollo industrial que nunca llegó. Los circuitos económicos que se habían proyectado colapsaron antes de existir. Ni plantas industriales ni inversiones tocaron las puertas de Tumaco y de Nariño, dos pueblos históricamente golpeados por el abandono estatal.
La lucha cívica del pueblo nariñense no fue en vano. En discursos, grabaciones y álbumes históricos de Discos Cháves, quedaron registradas las voces de quienes levantaron su voz por la dignidad regional. Uno de ellos, Luis Alejandro Enríquez R., recordó cómo todo comenzó con la explotación de los yacimientos petroleros del Putumayo y la construcción del Oleoducto Trasandino Orito–Tumaco. Nariño, que había sido pionero en esa colonización, exigía con razón que el petróleo de su suelo se refinara en su propio puerto.
“La Refinería no es un monumento al mar —se dijo entonces—, es el grito desgarrador de un pueblo abandonado.”
Entre los nombres que lideraron esta cruzada cívica se destacan Laureano Alberto Arellano, Carlos Guerrero, Francisco Vela Herrera, Helena Jiménez de Lozano y otros ciudadanos y líderes que creyeron en la posibilidad de un Nariño industrial y soberano.
Particularmente emotivo fue el discurso de Helena Jiménez de Lozano, presidenta de la Junta Pro Refinería de Tumaco, quien con voz firme proclamó ante el presidente:
“No queremos que nuestros hijos crezcan cobardes. Defenderemos de pie o moriremos de pie como mueren los grandes árboles. Somos altivos y no queremos que mañana nuestros hijos vayan a doblegarse ante la derrota de sus padres”.
Pero el golpe final llegó a los sesenta días del inicio del gobierno de Misael Pastrana Borrero, cuando anunció que la Gran Refinería de Occidente no se construiría en Tumaco sino en el Valle del Cauca. El anuncio cayó como un balde de agua fría. Las calles de Nariño se llenaron de dolor e indignación. La refinería que prometía redención se convirtió en símbolo de despojo.
Desde entonces, la región carga con una herida que no cierra. Recordar esta historia no es nostalgia, es un acto de justicia con la memoria y con las generaciones que aún esperan un desarrollo equitativo.
La Gran Refinería de Occidente no fue solo una obra truncada, fue un sueño arrebatado. Y ese duelo sigue vivo en el corazón del pueblo nariñense.
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