Diatriba de un hacedor de gotas

Diatriba de un hacedor de gotas

Un tinto, tranquilidad y ponerse a la lectura acompañados de la narrativa de Manuel Mejía G.

Por:
marzo 16, 2019
Diatriba de un hacedor de gotas

Que vengo por la calle andando, a lo mió que es lo mió, las manos en los bolsillos, la cojera leve y buscando con la mirada, cuando me topo con mi amigo el ortodoxo y me pregunta que qué más y yo vengo y le respondo que ahí vamos tirando, año nuevo y la misma vaina, que la cabeza no descansa, que ser hacedor de historias no tiene fin, y me vengo con mi mejor chiste y digo que qué felices han de ser los contadores, los que cuentan dinero y alhajas, no los que cuentan cuentos, historias e histerias, él no ríe con mi gracia, mantiene serio, impávido y férreo, y como que sin temas de qué hablar pues me viene que si sigo huevoneando con mis..., ¿cómo es que llamás esas pendejadas que vos hacés?, y yo como una hueva caigo en su trampa y le aclaro que gotitas literarias, poniendo cara de interesante, y el puto ortodoxo mirando al cielo ah, si, si, ..., vos me comentaste el otro día, pero, pero, ..., ¿te lee alguien?, y,..., ¿te pagan por esa mierda?, y sin esperar mis palabras quiere saber que por qué no hago literatura de verdad y la publico como la gente seria y que deje de mariquear tanto y uno que estaba con él, el careplasta de la revista literaria que no se había dignado mirar ni saludar siquiera le dice al ortodoxo, a mi no, a él, que no entiende como uno puede pretender escribir dizque literatura para que la lea esa gente de mente adolescente de los chats y las fotos y ese cuento de las redes sociales y ahí es cuando el otro sentencia que la novelística ha de estar empacada en los libros, cuando los cuentos y relatos han de venir en las revistas especializadas, que la literatura merece un respeto, una reverencia, que no es una puta de la calle y que eso de escribir en el ciberespacio es simplemente perder el tiempo y sembrar en el aire y, como si nada tuviera que ver conmigo, los dos tipos me dan la espalda y siguen su camino hablando ya no me acuerdo de qué.  Me detengo a pensar a la vez que veo a dos muchachas bajar por la cuesta, muertas de la risa y cogidas de la mano, ¡que bella imagen!, logro verme en un reflejo de una tienda donde venden loros, mi sombrero, mi bastón egipcio, mi nariz que tanto me gusta, y caigo en cuenta de una forma tan precisa y súbita que soy uno de los escritores más felices de la tierra, escribo al día un relato, cumpliendo una especie de ritual, un bello castigo de los dioses, y en forma inmediata recibo las palmaditas en la espalda de mis lectores, me hacen remolinos en el pelo, carantoñas de agrado, y sé cosas tan íntimas que enrojecen, como que una lectora de Madrid tiene su primer hijo con el mismo nombre del protagonista de una de mis novelas, “Quiéreme un poquito más”, Ezequiel se llaman los dos, o que otra es camarera en Barcelona y agrada a sus clientes diciéndoles namasté cuando se retiran, una artista en Bogotá que se inventa puertas o una mexicana que cada vez que me lee me dice y escribe que nunca deje de escribir mis gotitas porque dice que le alegro el día y aclaro sus tardes, o la porteña que piensa que soy un artista, y hasta una de París que afirma que mi rythme est trèpidant. Las dos muchachas pasan a mi lado, saltan como si jugaran Rayuela, me gusta ver la gente y pienso cuánto hubiera gozado Cortázar teniendo tantas Magas como las que tengo yo. Y yo, lector consumado, novelista decidido, cuentista casual y creador diario de gotitas literarias, noto que con estas últimas hago felices a muchos, me hago feliz a mi, y le hago un buen bien a la literatura y esta joya que acabo de escribir será la primera obra de una nueva era que comienza. Y como dicen en España: olé.

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