La historia de Colombia no puede entenderse sin revisar, una y otra vez, la pugna persistente entre centralismo y federalismo. Es una disputa que no solo ha marcado el rumbo político del país, sino que ha provocado guerras civiles, divisiones ideológicas y profundas fracturas territoriales. Con la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente sobre la mesa, ese viejo debate regresa con fuerza. Y como siempre en Colombia, no es solo una discusión técnica o administrativa: es una disputa sobre el poder, sobre la identidad y sobre quién decide el rumbo de la nación.
Desde los primeros pasos de la independencia, esta tensión ya era evidente. Simón Bolívar, con su visión de una república fuerte y unificada, temía que una estructura federal dispersara el poder hasta el punto de debilitar la naciente patria. Por el contrario, Francisco de Paula Santander, más legalista y descentralizador, defendía la autonomía de las provincias y el respeto a sus gobiernos locales. La rivalidad entre ambos no fue solo personal: fue una manifestación temprana de la pregunta que aún hoy no ha encontrado una respuesta definitiva en Colombia.
En el siglo XIX, la historia nacional fue un vaivén de modelos políticos. En 1858, se creó la Confederación Granadina, una forma federal en la que los Estados Soberanos tenían una amplia autonomía. Pero ese experimento fue breve. En 1863, bajo la influencia de los liberales radicales, se estableció la Constitución de Rionegro, dando nacimiento a los Estados Unidos de Colombia, un país con un alto grado de descentralización, donde cada estado tenía su constitución, su ejército y sus decisiones fiscales.
Sin embargo, el modelo federal terminó colapsando bajo el peso de su propia fragmentación. La ausencia de cohesión nacional, los constantes conflictos entre estados, y el debilitamiento del gobierno central frente a las guerras civiles, llevaron al regreso del centralismo. En 1886, con el triunfo del conservadurismo, se promulgó la Constitución de Núñez, que convirtió a los antiguos estados en departamentos y restableció un poder central fuerte, con Bogotá como núcleo político y administrativo. Ese modelo, con algunos ajustes, sigue vigente hasta hoy.
Desde entonces, Colombia ha sido formalmente una república unitaria, pero las tensiones no desaparecieron. Los partidos Liberal y Conservador siguieron reflejando en parte esas viejas posturas: los liberales, con un discurso más cercano a la descentralización y la autonomía regional, y los conservadores como defensores de la unidad nacional fuerte. Sin embargo, la práctica política fue más ambigua. Ambos partidos, cuando estuvieron en el poder, consolidaron el control desde el centro.
La Constitución de 1991 introdujo reformas importantes en esa dirección: creación de la figura del alcalde elegido por voto popular, descentralización fiscal parcial, y mayores competencias para los departamentos. Pero en la práctica, muchos de estos cambios se quedaron en el papel. Las regiones siguen dependiendo de transferencias desde Bogotá, los presupuestos se definen en el centro, y las decisiones estratégicas rara vez reflejan las realidades locales.
Esta historia explica por qué, cuando se habla hoy de una Asamblea Nacional Constituyente, la tensión entre centralismo y federalismo vuelve a latir con fuerza. La pregunta no es nueva, pero el contexto sí: ¿puede Colombia, en pleno siglo XXI, repensar su estructura territorial para permitir una verdadera autonomía regional sin caer en el caos del pasado?
Algunos temen que volver al federalismo sea repetir errores, revivir fragmentaciones que ya costaron demasiado. Otros sostienen que un modelo unificado, en un país profundamente diverso, ha resultado ser ineficaz, injusto e incluso violento. Las regiones, particularmente las más marginadas, han sufrido las consecuencias de un modelo que las mira de lejos y rara vez las escucha.
No se trata, entonces, de copiar fórmulas del siglo XIX, sino de pensar una nueva forma de distribución del poder, en un país que no es homogéneo y que no puede ser gobernado como si lo fuera. El federalismo moderno no tiene por qué ser ruptura: puede ser una forma de reconocer la pluralidad de Colombia sin debilitar el Estado.
Y, sin embargo, la historia también enseña que estas decisiones no son neutras. Las guerras civiles del siglo XIX, las reformas y contrarreformas del XX, y las frustraciones del XXI, muestran que el tema nunca ha sido técnico. Siempre ha sido político. Por eso, cualquier intento de reconfigurar la estructura del Estado, como lo permitiría una Asamblea Constituyente, debe partir de esa memoria. No para repetirla, sino para evitar sus errores.
Quizás esta vez, si el país decide abrir el camino hacia una nueva constitución, podrá hacer algo que no logró en los siglos anteriores: diseñar un modelo que reconozca la fuerza del centro, pero que no ahogue la vitalidad de las regiones. Un modelo que no vea la autonomía como amenaza, sino como oportunidad. Porque en esa tensión histórica, aun sin resolver, puede estar también una clave para un futuro más justo y más coherente con lo que realmente es Colombia: una nación de muchas naciones.
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