Para desarrollar su economía y garantizar estándares mínimos de bienestar, los países requieren contar con fuentes de energía abundantes y eficientes. Cuando la oferta no está garantizada, tienen que recurrir a energéticos de menor calidad.
Tal es el caso de Alemania que, ante el incremento del precio del gas derivado de las tensiones ruso-ucranianas, no tuvo más remedio que aumentar el consumo de leña; o China que, para garantizar la oferta de energía eléctrica, recurrió al consumo de carbón.
Si los países poderosos se ven obligados a usar energéticos cuyo precio es más competitivo, ¿qué podría esperarse de Colombia, cuyo PIB per cápita es el 18,7 % del de Alemania y un poco más de la mitad del de China? ¿Y qué decir de las comunidades asentadas en lugares olvidados?
De acuerdo con cifras de la Asociación Colombiana de Gas Natural, 5,4 millones de personas, equivalentes al 10,6 % de la población, cocinan con leña, carbón o desechos. En zonas rurales cercanas y remotas el porcentaje asciende al 23,2 % y 27,8 %, respectivamente.
Esta situación afecta en especial a mujeres y niños, que por lo general son responsables de la preparación de los alimentos en el hogar. Se estima que el 56 % de las muertes asociadas con el uso de leña en el país corresponde a mujeres (UPME, 2025).
Hay evidencia suficiente para concluir que la opción más viable para reemplazar las estufas de leña en los hogares rurales es el gas natural. Este garantiza una combustión mucho más limpia, emite menos material particulado, reduce las emisiones de gases de efecto invernadero y, ante todo, es barato.
La leña es gratis cuando se obtiene de bosques aledaños. Sin embargo, su extracción les toma a las familias entre dos y seis horas diarias que podrían dedicarse a actividades productivas. Cuando se compra, el bulto cuesta entre 10.000 y 20.000 pesos, lo que le permite a un grupo de tres personas cocinar durante una semana.
Como la factura de gas natural oscila entre 25.000 y 40.000 pesos mensuales para los estratos 1 al 3, precios muy similares y en algunos casos más favorables que los de la leña, esta fuente de energía se constituye como una alternativa al alcance de los más pobres.
Por eso no se entiende la decisión del gobierno de Gustavo Petro de dejar de firmar nuevos contratos de exploración. Esto, sumado al agotamiento paulatino de las reservas y al aumento sostenido de la demanda de gas natural, tiene al país importando el 17 % del gas que se consume, dando como resultado su encarecimiento.
El gas caro dificulta la reconversión de los sistemas de cocción en los hogares que usan combustibles sólidos. De allí que la política de transición energética de Gustavo Petro, lejos de ser disruptiva con el gran capital —al que, por cierto, le abre nuevos nichos de inversión (Suárez & Escobar, 2024)—, condene a millones de colombianos a vivir en el atraso.
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