En un mundo endurecido por la prisa y el egoísmo, la historia de Teresita Gómez suena como una nota pura en medio del ruido. Es la historia de una niña abandonada que hizo del arte su refugio y del amor su destino.
Una melodía en medio del abandono
Nació en Medellín en 1943, cuando el color de la piel y el apellido definían la suerte. Fue dejada en el Hospital San Vicente de Paúl, sin nombre ni promesa. Pero el destino, a veces más compasivo que los hombres, la puso en manos de Valerio Gómez y María Teresa Arteaga, dos trabajadores humildes del Palacio de Bellas Artes. No tenían dinero, pero sí una riqueza que el mundo escasea: bondad. Donde otros veían una carga, ellos vieron una vida. Y así, sin ruido ni discursos, tejieron el primer acto de solidaridad en una historia que hoy inspira al país.
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El milagro del sonido
Entre pianos y coros, Teresita aprendió a escuchar antes de hablar. Las teclas fueron su primer lenguaje y el arte, su abrigo. A los cuatro años tocaba de oído, escondida en los salones vacíos del Palacio de Bellas Artes. Una maestra la sorprendió, y en lugar de reprenderla, dijo:
“Esa niña no está jugando, está aprendiendo”.
Fue el inicio de una historia que demuestra que el talento florece donde hay ternura.
Creció rodeada de música, pero también de empatía. Los que la guiaron no eran ricos ni poderosos: eran personas que entendieron que la educación es el acto más hermoso de amor social.
La música como refugio del alma
Su formación fue exigente, pero jamás fría. Estudió con Marta Agudelo de Maya, Ana María Penella y maestras europeas como Tatiana Goncharova y Hilde Adler.
Sin embargo, su verdadera escuela fue la vida misma. En una sociedad dominada por las élites, una joven mujer negra irrumpió en los auditorios para recordarle al país que el arte no tiene color. Cada concierto fue un acto de resistencia, cada nota un gesto de igualdad.
Teresita no solo tocaba el piano: lo habitaba. De sus manos salía más que técnica: salía gratitud.
“Antes del piano y después del piano”, solía decir. Porque la música no solo la formó, la salvó.
La maestra del alma
Teresita fue mucho más que intérprete: fue guía. En las universidades Nacional, de Antioquia, de Caldas y del Cauca enseñó a generaciones de músicos, pero, sobre todo, enseñó humanidad.
“Nadie puede tocar bien un instrumento si no toca primero su alma”, decía. En sus clases, la técnica era importante, pero lo esencial era la sensibilidad. Escuchaba, alentaba, acompañaba. En tiempos de frialdad, enseñó a tocar con el corazón.
Sus alumnos aún la recuerdan no por sus correcciones, sino por su mirada dulce, su paciencia y su fe en ellos. En cada uno vio una oportunidad de cambiar el mundo desde una melodía.
La artista que no olvidó de dónde venía
Su carrera internacional la llevó a escenarios en Europa y América Latina: La Habana, París, Berlín, Madrid, México. En todos brilló con humildad, como una embajadora de la belleza y la dignidad.
Pero nunca se alejó del origen. Volvía al Palacio de Bellas Artes, al barrio, a los niños que soñaban con tocar. Les contaba que no hacía falta fortuna, solo voluntad.
En los años 50 y 60, ser mujer, negra y pianista clásica era casi una contradicción. Ella la volvió una sinfonía de dignidad. No necesitó pancartas: su presencia era su mensaje. Mientras el país se dividía por la violencia, ella unía corazones con notas de paz.
La revolución de la ternura
Teresita no marchó, no alzó la voz. Su rebeldía fue tocar sin odio. En un mundo que celebra el ruido y olvida la empatía, su legado es una revolución silenciosa: la del amor como fuerza transformadora.
Con sus manos pequeñas y firmes convirtió el abandono en armonía, la tristeza en esperanza. Su piano no solo suena: consuela. Ha recibido condecoraciones y homenajes, pero su mayor reconocimiento no está en una vitrina: está en los ojos húmedos del público que la escucha.
La lección de una vida
Su biografía enseña que la grandeza no nace del privilegio, sino del amor.
En tiempos materializados, donde el éxito se mide en cifras, Teresita recuerda que el arte y la bondad siguen siendo las verdaderas formas de riqueza.
A sus más de ochenta años, sigue siendo un faro en un mundo que se oscurece por la indiferencia.
Porque Teresita no fue adoptada solo por una familia: fue adoptada por la música, por la humanidad y por el amor. Y en cada nota que toca, nos recuerda que todavía hay esperanza, que aún podemos ser mejores, si aprendemos, como ella, a escuchar con el alma.
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