Usar un baño público en Bogotá: ¿Realidad o utopía?

Usar un baño público en Bogotá: ¿Realidad o utopía?

Un código de Policía que obliga a usarlos pero al parecer no existen

Por: Julián Hernández Romero
enero 20, 2015
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Usar un baño público en Bogotá: ¿Realidad o utopía?
Foto: archivo Adn.co - Abel E. Cárdenas O.

Que refinada forma de tortura representa para el ciudadano de a pie, no encontrar un baño decente. O al menos simplemente un baño donde pueda calmar una necesidad fisiológica que, como si fuera poco, no da espera y aumenta espantosamente con el correr de los segundos. Con razón la sabiduría popular contempla la expresión “acosa más que un purgante” o “corre más que un purgado”.

En aquello momentos de premura, los que conservamos cierto grado de pudor y de civismo no somos tan intrépidos como para hacer nuestras necesidades, por menores que sean, de cara a un respetable auditorio; en tanto, los habitantes de la calle no tienen ningún reparo en hacer cómodamente las suyas en los andenes y separadores de cualquier avenida o calle. Y eso que el alcalde, dizque les puso un hotel de paso para que fueran a descansar en la noche y acicalarse en las mañanas, antes de salir con fuerzas recuperadas, a pedir con escopeta una moneda a desprevenidas ancianas, y a fijar, posteriormente, en los andenes generosas muestras de gratitud a la política local del amor.
Hay que ver como estos personajes tienen tapizada la pobre calle 18 entre tercera y cuarta, o cerca a la sede de la Logia Masónica, o la sede de la Academia de la Lengua. Es un monumento a la escatología. En fin, no nos podemos quejar porque son simples gajes de la Bogotá humana.

Para el ciudadano promedio, encontrar un baño público es una tarea acaso estéril, aun cuando las autoridades gubernamentales se enorgullezcan cuando se refieren a la insuficiente cifra de 17 (solo eso) sitios donde se presta el servicio de baños públicos. ¿Dónde están ubicados?. ¿En los extramuros, como sucedía con las letrinas de las casas del siglo XVIII?.
Y es que, en aquellos momentos de apremio (conviene decir de aprietos), uno está dispuesto a todo. Incluso a utilizar las hediondas baterías de baño que muy excepcionalmente el distrito instala en algunos sectores como parte de la decoración urbana. Algo es algo. Estas serían una buena solución, si no se presentara el ligero inconveniente que las pocas que se encuentran permanecen bajo llave. La última vez que observé una de estas su puerta estaba asegurada con un candado mientras un hombre marcaba su territorio en las paredes azules de la susodicha garita portátil.

El planteamiento no es tan complicado: donde hay multitudes, debe haber baños públicos. ¿Cuántos tiene Transmilenio?. ¿Cuántos tiene el centro de la ciudad?.
Lo disparatado del asunto llega al punto que el Código de Policía de Bogotá nos obliga a “utilizar los baños para satisfacer necesidades fisiológicas (artículo 25)”, eso pena de alguna sanción por cuenta del recién estrenado comparendo ambiental. Pero los baños públicos no se ven por ninguna parte. Como tampoco se ven baños para los usuarios en los edificios de masivo servicio público. “El baño es solo para funcionarios”, aseguran, como si la persona que ha estado toda la mañana esperando un turno fuera un cuerpo glorioso alejado de penurias terrenales.

Por mucha igualdad de género que se pregone, las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres saltan a la vista y la administración pública no puede ser indiferente con las usuarias y mandarlas quizás a un potrero o una calle para que solucionen el problema como puedan o convertir la elemental acción de pedir el baño en todo un acontecimiento novedoso, lleno de solicitudes y justificaciones a jefes y subjefes para que autoricen el uso del wáter.

Y pensar que las leyes están a reventar de bonitas intenciones. Hace la bobadita de 124 años (el Acuerdo 27 de 1891) el concejo de aquel momento aprobó un contrato para la construcción de orinales públicos del cual, presumo, todavía debe estar en estudios de prefactibilidad. Por su parte, en 1936 se ordenó la construcción de servicios colectivos de baños y sanitarios en los barrios obreros de la ciudad. Uno pensaría que los ancestros de Guido y Miguel tampoco salieron con nada. Más tarde, el Acuerdo 60 de 1967 ordenaba la construcción de sanitarios públicos, y sin ir más lejos, el actual Código de Policía (2003), expresa en una bella letra muerta: “El Gobierno Distrital garantizará la existencia de baños públicos en número suficiente para el servicio de la comunidad”.

La situación se vuelve enojosa cuando ni el Distrito brinda el servicio y tampoco los establecimientos de venta de comestibles y bebidas, que por simple lógica deberían ofrecerlo.
“Está dañado” suelen decirle al cliente, hombre o mujer, que se ya se ha zampado dos tintos y un vaso de agua en el sitio. Y no pocas veces los que atienden el lugar ponen cara de asombro cuando se les hace el natural requerimiento, algo así como si uno les estuviera preguntando por droga.

La cosa puede empeorar cuando se consume obligatoriamente una bebida con el ánimo de solicitar posteriormente el retrete y la respuesta de “no tenemos baño” se convierte en un duro golpe al impaciente riñón.
Puede ser que la ciudad tenga suficientes postes y parques abandonados, pero la solución a la ausencia de baños públicos no puede tomada de ésta forma folclórica porque sencillamente causa el antihigiénico efecto de imitación.

Hay que reconocer que si uno cuenta con algo de suerte le pueden permitir el servicio, previo a cancelar por separado un sobreprecio: un excusado, sin lavamanos, sin luz y empotrado a las malas debajo del pequeño espacio que dejan unas escaleras, al cual se tiene que entrar agachado, así la tarea a realizar no requiera genuflexión alguna.
O que decir de aquellos en cuyas paredes se muestra de manera explícita una generosa exposición de grafitis y bocetos pornográficos que abarcan las más insólitas parafilias que harían convencer a Esperanza Gómez de que todavía le queda mucho por aportar a los anales del cine que cada tanto rueda.

Uno hasta puede aceptar, de mala gana, que existan cafetines y restaurante sin sanitario público o que algunos sean sencillamente nauseabundos. Pero lo que causa desconcierto es que establecimientos que tienen un bien ganado reconocimiento en el expendio de bebidas diuréticas (café, por ejemplo), no cuenten con servicio de lavabo. Ellos deberían seguir el ejemplo del párroco de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen de Acacías (Meta) que aprovechando una remodelación al templo decidió construir un baño público en su interior, acaso por aquello de que “ánima mea”.

Digo que ojalá algunas cafeterías que se precian de tener cierto estilo entonen un “mea culpa” y cuenten con el servicio de baño. No importa si hay que pagar adicionalmente por ello. Total, la necesidad tiene cara de perro… Ojalá esta última parrafada llegue al Café Oma de la Séptima con 17.

 

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