El balón Golty que no falta en listas de regalos es una creación nacional que nació en un garaje bogotano

Fue fundada hace 75 años por Manuel Escobar, Eduardo Martínez y Margoth de Martínez, de allí salió también la pelota de letras y es hoy insignia del fútbol local

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diciembre 25, 2025
El balón Golty que no falta en listas de regalos es una creación nacional que nació en un garaje bogotano

Por dentro, la fábrica parece detenida en una versión antigua del país. Las paredes de ladrillo sin revocar, los pisos de baldosa gastada, las puertas de madera maciza y los marcos amplios de las ventanas no intentan parecer viejos: lo son. Fueron levantados hace más de seis décadas y siguen ahí, cumpliendo su función sin nostalgia ni discurso patrimonial. El tiempo pasó por el barrio, por la ciudad y por la industria, pero en ese edificio, al occidente de Bogotá, nunca tuvo prisa.

La empresa se llama Escobar & Martínez. No es un nombre famoso. No aparece en vallas ni en camisetas. No suena a multinacional ni a marca aspiracional. Es, apenas, la suma de dos apellidos y la memoria de una sociedad fundada en septiembre de 1950 por Manuel Escobar, Eduardo Martínez y Margoth de Martínez. Lo que sí suena —y se reconoce— son algunos de los objetos que salieron de allí y que terminaron formando parte de la vida cotidiana de varias generaciones de colombianos: una pelota con letras y números, un pegante espeso de olor fuerte, y unos balones que hoy ruedan en canchas de barrio, coliseos y estadios.

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Cuando empezaron, querían trabajar el caucho. No había un plan sofisticado ni una visión exportadora. Había una materia prima, unas máquinas básicas y la idea de fabricar cosas útiles. El primer gran acierto fue una pelota didáctica, colorida, con letras y números en relieve. Durante años, ese juguete estuvo en salas, patios, jardines infantiles y colegios. Se vendieron millones. Fue tan común que dejó de percibirse como producto industrial y pasó a ser un objeto doméstico más, como una silla plástica o una escoba.

Ese éxito permitió crecer. A finales de los años cincuenta compraron un lote en la calle 17, cerca de la carrera 68, y levantaron una fábrica que empezó a operar en 1960 y que nunca se ha movido de allí. Desde entonces, el negocio ha seguido en manos de las mismas familias. No hubo compras hostiles, ni fondos de inversión, ni procesos de internacionalización rimbombantes. Hubo trabajo, ensayo, error y persistencia.

A comienzos de los sesenta apareció otro producto decisivo. Era un pegante espeso, amarillento, de olor penetrante, diseñado para responder a una necesidad concreta de la industria zapatera. Lo llamaron Boxer, no por una estrategia de marca, sino porque uno de los socios tenía un perro de esa raza. Con el tiempo, el nombre dejó de pertenecerles. Cualquier pegante con esas características, sin importar quién lo fabrique, terminó llamándose “bóxer”. El producto fue tan dominante que la empresa vendió la receta y la patente. Ganó dinero, pero sobre todo dejó una huella lingüística: un nombre propio convertido en genérico.

En esas décadas también fabricaron otras cosas: tapetes, chupos para biberón, suelas, tacones, piezas de caucho para obras civiles. Algunos de los apoyos que sostienen puentes de la carrera 68, construidos para la visita del papa Pablo VI en 1968, salieron de allí. Pero ninguno de esos productos logró quedarse en el centro del mercado. La empresa aprendió pronto que no todo lo que se puede fabricar se puede sostener.

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El giro definitivo llegó en 1980, treinta años después de la fundación. Escobar & Martínez firmó un contrato con Adidas para fabricar balones que la multinacional alemana vendería en América Latina. Durante ocho años, la planta colombiana funcionó como maquila. Operarios y directivos viajaron a Alemania, conocieron procesos, tecnologías y estándares. Aprendieron cómo se hace un balón que debe comportarse igual en cualquier cancha del mundo.

Ese aprendizaje fue decisivo. Mientras cumplían el contrato, invirtieron en maquinaria y fortalecieron su equipo técnico. Cuando terminó el acuerdo con Adidas, no volvieron al punto de partida. Crearon su propia marca de balones: Golty. No era un salto al vacío. Era la continuación lógica de lo aprendido.

Hoy, entrar a la planta donde se fabrican los balones es ver un proceso preciso, casi silencioso. Trabajan alrededor de 60 personas. En el segundo piso, en un cuarto pequeño, está uno de los puntos más sensibles de toda la operación. Allí, José Forero prepara las mezclas de caucho. Lleva ocho años en la empresa. Maneja más de dos mil fórmulas distintas. Las conoce de memoria. Solo él y el ingeniero Iván Sánchez, jefe de planta desde hace 32 años, saben exactamente qué lleva cada una. No hay archivos visibles ni explicaciones innecesarias. El secreto no se dramatiza, simplemente se guarda.

Una vez las mezclas se convierten en láminas, empieza la transformación. Más de veinte máquinas intervienen en el proceso. Algunas tienen más de quince años de uso, otras son más recientes. Las piezas se unen con calor, se moldean, se vulcanizan, se inflan con medidas exactas. El balón pasa por una enmalladora que refuerza su estructura interna. Luego vienen las capas exteriores, los diseños, las marcas, que todavía se aplican a mano. Desde que sale del cuarto de fórmulas hasta que está listo, un balón tarda alrededor de tres horas.

Desde 1988, Golty es el balón oficial del fútbol profesional colombiano. También lo ha sido en campeonatos sudamericanos de baloncesto y en ligas de varios países de la región. Ha llegado a 28 países. Durante años fue el balón de la Selección Colombia, hasta que los acuerdos globales de la FIFA devolvieron esa representación a Adidas.

La empresa sigue siendo familiar. Produce, en promedio, unos 1.500 balones diarios. Hace poco lanzó un modelo llamado Origen, blanco, atravesado por los colores de la bandera. Fue diseñado como una declaración después de la pandemia. Una forma de volver a lo básico. No hubo épica en el discurso. Hubo una idea simple: recordar de dónde vienen.

Con un mundial de fútbol en el horizonte, las expectativas de venta crecen. No por estrategia comercial, sino porque el fútbol vuelve a activar un impulso elemental: el deseo de patear algo redondo y gritar un gol. Y muchos de esos balones, sin que quien los patee lo sepa, saldrán de una fábrica donde el tiempo nunca tuvo apuro.

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