Han pasado 40 años desde que el 13 de noviembre de 1985 una avalancha arrasó con el municipio de Armero, en el Tolima, y dejó bajo toneladas de lodo a más de 25.000 personas. Cuatro décadas después, entre ruinas, maleza y silencio, todavía hay un punto que no pierde visitantes: el lugar donde murió Omayra Sánchez, la niña que se convirtió en el rostro de aquella tragedia.
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Omayra tenía 13 años cuando el volcán Nevado del Ruiz estalló y una mezcla de agua, ceniza y piedras cubrió el pueblo. Quedó atrapada entre los restos de su casa, con el agua hasta el cuello, durante más de dos días. Los socorristas la acompañaron hasta el final, sin poder rescatarla. Su imagen —una niña con los ojos cansados, hablando con serenidad ante las cámaras— se volvió símbolo del desastre, y también del abandono estatal que marcó a toda una generación.
Hoy, el sitio donde reposan sus restos está en el antiguo cementerio de Armero, un terreno amplio donde la naturaleza cubrió los caminos y las tumbas. Entre la vegetación crecen las cruces torcidas, las placas oxidadas y los nombres casi borrados. Pero hay un lugar que destaca: la tumba de Omayra. Es, según guías locales, la más visitada de todo el camposanto.

Cada día llegan personas desde distintos puntos del país. Algunos turistas hacen el recorrido como parte del “turismo de memoria” que se ha formado alrededor del desaparecido pueblo. Otros llegan en silencio, con flores, con cartas, con la necesidad de hablarle a alguien que ya no está. La tumba de Omayra es, para muchos, un santuario improvisado.
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El sepulcro está cubierto de flores de plástico, veladoras encendidas, juguetes, placas con nombres y mensajes de agradecimiento. Hay más de 700 placas instaladas por quienes aseguran haber recibido algún favor o “milagro” tras pedirle ayuda a la niña. Las ofrendas no cesan: muñecas, rosarios, escapularios, dibujos hechos a mano. En los alrededores, algunos vendedores ofrecen velas, estampas y postales con su rostro.

Pese al abandono del cementerio, la tumba de Omayra siempre permanece cuidada limpia, con flores y velas, retiran las hojas. Algunos habitantes del antiguo Armero aseguran que ese rincón se ha convertido en un punto de esperanza dentro del dolor. Otros, en cambio, sienten que el turismo ha distorsionado el sentido de la tragedia: que se visita más a la niña que a los miles de muertos sin nombre.
El contraste es inevitable. A un lado, las ruinas que recuerdan el desastre; al otro, un pequeño altar vivo. En ese contraste se sostiene la historia de Omayra: la de una niña que murió esperando, la de un país que aprendió —a la fuerza— el precio de la indiferencia.
Cuarenta años después, su tumba sigue recibiendo visitantes, y su historia sigue siendo contada. Es un punto que mezcla fe y memoria, peregrinación y duelo. Un espacio que, sin proponérselo, se convirtió en símbolo de lo que no se debe repetir.
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