Cuarenta años después, el país sigue girando en torno a los múltiples ejes que dieron forma a uno de los capítulos más dolorosos de nuestra historia. Es cierto: hubo errores del mando civil, decisiones trágicas en el operativo militar para la recuperación del Palacio, un esquema de seguridad que no supo prever lo impensable y un saldo de víctimas que aún claman por la verdad. Pero entre todos esos factores, uno permanece como el detonante que encendió la tragedia: la decisión del M-19 de asaltar el Palacio de Justicia, en una acción que no solo rompió el orden institucional, sino que terminó sirviendo —según múltiples testimonios— a los intereses del narcotráfico.
Hablar de la responsabilidad del M-19 no es un ejercicio de revancha, sino de memoria. Este grupo, que ya había sido indultado años después, cargará para siempre con una responsabilidad triple: histórica, porque fue quien planeó y ejecutó la toma; política, porque pretendió convertir un acto de guerra en un “juicio al Estado”, anulando toda legitimidad insurgente; y moral, porque al ingresar violentamente al templo de la justicia, al tomar como rehenes a los magistrados más altos de la República, transformó un símbolo de la civilidad en un campo de batalla urbana.
La financiación del Cartel de Medellín: el vínculo que aún incomoda
La historia reciente ha permitido confirmar lo que durante años fue apenas un rumor. Varios testimonios —incluidos los de la familia de Pablo Escobar— han reconocido que el Cartel de Medellín financió la toma del Palacio de Justicia, suministrando dinero y armamento al M-19 para lograr la destrucción de los expedientes de extradición que comprometían a sus miembros. La señora Victoria Eugenia Henao, viuda del capo, relató en una entrevista:
“Ellos secuestraban porque no tenían dinero, entonces Pablo comenzó a darles dinero; ahí le dieron la noticia de la toma y él accede a colaborarles con armamento y dinero. Pablo pide que quemen los expedientes para la extradición.”
En la misma línea, el presidente de la Corte Constitucional, Jorge Enrique Ibáñez Najar, advirtió recientemente que “nunca se investigó la autoría intelectual y la financiación del Cartel de Medellín en la toma del Palacio de Justicia”, recordando que el país aún no ha escuchado toda la verdad sobre los vínculos entre insurgencia y narcotráfico.
El peso simbólico de las palabras del presidente Gustavo Petro
Resulta especialmente grave que, casi cuatro décadas después, el propio presidente de la República —un exmiembro del M-19— se refiera públicamente a la toma como un hecho audaz. Más allá del contexto, inquieta el tono de reivindicación que se desprende de sus palabras. En un país que todavía llora a sus magistrados, soldados, empleados y civiles muertos, escuchar del primer mandatario referencias que evocan la genialidad o “el genio de la operación”, como las que pronunció en una entrevista años atrás, equivale a reabrir heridas que no terminan de cerrar.
“El genio de la operación militar, de la idea de coger el Palacio Nariño y cómo tomar el Palacio de Justicia, y cómo tomárselo y cómo… cuántos hombres, en qué forma hacer la operación, se debe a Luis Otero”, dijo entonces Gustavo Petro, en una grabación difundida por Infobae.
Aunque después intentó matizar o negar esas palabras, el hecho permanece. Y lo más delicado no es la cita, sino el contexto: la reiterada exaltación de símbolos como la bandera del M-19 o la bandera de guerra a muerte de Simón Bolívar, emblemas que, como han señalado varios historiadores, no representan un espíritu de rebeldía libertaria, sino de represión y exterminio del enemigo. Que esos símbolos vuelvan a ocupar el escenario del poder civil plantea un debate profundo sobre la memoria, el perdón y los límites éticos de la historia nacional.
El presidente de la Corte Constitucional, en un pronunciamiento sobrio, pero contundente, respondió:
“No se ha contado la verdad histórica y se ha querido deformar la historia de lo ocurrido. La toma del Palacio de Justicia no fue una acción genial, sino una acción demencial.”
Y agregó:
“El M-19 profanó violentamente el templo de la justicia, tomó como rehenes a magistrados del más alto nivel… el cual convirtió en campo de batalla.”
Palabras que devuelven el equilibrio moral al relato y recuerdan que el lenguaje del poder también puede distorsionar la memoria de las víctimas.
La batalla por la memoria
Intentos recientes por reinterpretar los hechos —como ocurrió con la obra Noviembre, la cual insinuó falsamente una relación de amistad entre el magistrado Manuel Gaona y miembros del M-19— muestran hasta qué punto se ha querido reconstruir la historia a través de la narrativa. Esa versión, que llevó a sus hijos a interponer acciones judiciales para restaurar el buen nombre y la memoria de su padre, ilustra el peligro de convertir la ficción en historia y la historia en herramienta ideológica.
A Colombia le cuesta mirar de frente su pasado porque no ha resuelto su relato. Y en ese relato, el M-19 tiene una responsabilidad histórica, política y moral que no puede disolverse en los discursos del presente ni en los intentos de reivindicación simbólica. El país puede perdonar, sí, pero no puede permitir que la verdad se reescriba al vaivén del poder.
En la medida en que la historia se tergiversa, la justicia vuelve a ser tomada, no por las armas, sino por la palabra. Y eso, en un Estado social y democrático de Derecho, es otra forma de profanación.
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