El presidente puso en circulación durante la Semana Santa un llamado a la reflexión sobre el poder constituyente y sus posibilidades en Colombia. La lectura de su texto induce a pensar muchas cosas. Recordé mi primer año en la facultad de derecho de la Universidad Nacional, cuando en la clase de Derecho Constitucional General apareció el tema del poder constituyente con todo y su fascinante encanto.
Se trataba del pueblo, millones y millones de personas que con su movilización política echaban abajo los regímenes monárquicos, que por siglos habían dominado sus países. París y la revolución francesa, con sus gloriosos antecedentes en Inglaterra y Holanda. La revolución de independencia norteamericana y la constitución de Filadelfia. John Locke, Montesquieu, Jean Jacques Rousseau, el constitucionalismo liberal.
El derecho y la política abrazados en un resultado histórico, la democracia, la voluntad popular, la soberanía, el mito fundacional de la nueva era. Inevitable volver la vista hacia la lucha de las colonias españolas en América por su independencia. A Bolívar, San Martín y las novedosas constituciones que brotaban en las infantes naciones. Después, en las clases de economía política, conoceríamos otro ingrediente, las fuerzas ocultas detrás de todo aquello.
El parto de unas nuevas relaciones de producción en consonancia con el crecimiento desbordado de las fuerzas productivas. El sistema de producción feudal vivía sus últimos estertores, con todas sus consecuencias. Florecía un nuevo modo de producción, el capitalismo, impulsado por una inteligente y poderosa clase, la burguesía. Era esta y no el populacho embravecido la que terminaría apropiada del poder arrebatado al rey y su corte.
Eran las ideas de esta clase burguesa revolucionaria las que habían movido a los grandes levantamientos sociales y políticos. A la democracia había que ponerle apellidos, liberal, burguesa, individualista. Además de que, para asegurar efectivamente el control, esta burguesía obligadamente debía aliarse con otras clases, para mantener a raya a la inatajable multitud que se había tomado a pecho sus consignas, libertad, igualdad, fraternidad.
Burguesía y señores feudales pactaron. Tampoco se trataba de echar abajo la totalidad del orden antiguo. Las masas harapientas se podrían hacer a todo. Sí, los hombres nacían libres e iguales, pero eso valía sobre todo para capitalistas y terratenientes. La Iglesia, que había sido objeto de los más crueles ataques por la burguesía atea, debía regresar al atrio para ayudar al sometimiento. Los negros y demás esclavos debían seguirlo siendo.
¿Quién dijo que había que repartir la tierra a los campesinos? Nada de exagerar. Luego, cuando se desbordaron la manufactura y la industria, sus propietarios estaban obligados a contratar obreros, a los que había que pagarles solo lo indispensable para no morir de hambre. Después hubo la necesidad de salir a conquistar continentes atrasados, Asia y África, a llevarles la civilización, la expoliación que haría más rica a la gran burguesía.
Volvió el imperialismo. El mito fundacional del poder constituyente se tornó en ícono muerto. Cualquier intento del populacho, en cualquier lugar, por grande y poderoso que fuera, sería condenado y aplastado. La mayoría desposeída no podía tener ideas propias, solo las de la burguesía. Habría democracia, pero únicamente para quienes respetaran la sacrosanta Constitución y aceptaran sumisamente las leyes que la desarrollaban, sin ínfulas por cambios.
Los que no lo aceptaran serían comunistas, populistas, terroristas. Difícil ampliarlo más en este reducido espacio. Si bien resulta indispensable hacer notar que, cuando sujetándose a dichas Constitución y leyes, los de abajo consiguen escalar los niveles que los poderosos reservan para sí, les sobrevienen los infundios más graves, son asediados, acusados de dictadores, les hacen la guerra y los derrocan. Su sangre se olvidará con la fiesta por el retorno democrático.
Si resulta necesario, intervendrán violentamente los poderes democráticos internacionales. Es que existe un entramado universal del capital, con centros de poder en Norteamérica y la Unión Europea, que dictan la legislación tendiente a mantener intocable el orden establecido a gran escala, con sus ramificaciones funcionales en cada país y localidad. Quien se les oponga será su víctima. El omnipotente aparato de propaganda demostrará con amplitud su perversidad.
Petro invoca la resurrección del momificado poder constituyente. Y no para cambiar la Constitución del 91, que no se cumplió, como el Acuerdo de Paz. Sino para hacerlos cumplir. Curiosa paradoja
La historia lejana y reciente está plagada de ejemplos así. Venezuela, Cuba y Nicaragua lo acreditan. Hasta Petro, pese a que salte a criticar a Venezuela y no a los Estados Unidos, obligado ahora a invocar la resurrección del momificado poder constituyente. Y no para cambiar la Constitución del 91, que no se cumplió, como el Acuerdo de Paz. Sino para hacerlos cumplir. Curiosa paradoja. Ni el M-19 ni las Farc lograron transformar como soñaban el país.
Aunque en parte lo hicieron. Para lo otro se requiere mucha, pero mucha más gente, más de la imaginada por el ELN y otros. Y no solo en Colombia, sino en todo el continente y el mundo. En ese propósito cuentan más los hechos que las palabras. Pregúntenle a China.