Carta a un No Ateo
Opinión

Carta a un No Ateo

Por:
febrero 16, 2015
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Justo hoy, día en el que debo entregar mi columna semanal a la redacción de Las 2 Orillas, encuentro en mi buzón de correos un mensaje que me conmueve.
Se trata de un par de párrafos en los que el remitente se declara confundido sobre algunos temas relacionados con el ateísmo y me pide “luces en el túnel”.

Me conmueve, digo, porque conocí por años la naturaleza inquietante de esa confusión y porque, si acudió a un completo lego en el asunto —eso soy yo— para intentar apaciguarla, su entorno no debe caracterizarse precisamente por la abundancia de interlocutores en el tema.

Así que, sin pensarlo dos veces, archivo la columna que tenía adelantada y escribo esta respuesta poco luminosa pero llena de afecto.

 

Querido amigo.

Si tu correo porta un mensaje claro es el de la batalla que se libra adentro tuyo y si algo me alegra de él es exactamente lo mismo: corren tiempos en los que resulta infinitamente más popular utilizar el joystick que el lóbulo frontal y cualquier signo de que hay personas sacudiendo la mente, doblándola, exigiéndola, es motivo de genuina felicidad.

Me decido a responder tu mensaje aún reconociendo mi liviana autoridad académica, precisamente por la naturaleza de tus interrogantes: me preguntas sobre ateísmo y una de las reglas de oro de quienes cuestionan la religión consiste en desprenderse de la autoridad como elemento validador de una creencia.

Sí. Nos apoyamos en quienes parecen conocer el tema, ahondamos en sus sugerencias y en sus rutas de aprendizaje, pero aún ellos, los más validados y reconocidos, deberán presentar postulados lógicos, verificables, que soporten el escrutinio de las ideas y los embates del más poderoso e irrenunciable motor del pensador libre: la duda.

No tengo respuestas —eso te resultará obvio—, pero tal vez compartiendo contigo mi visión, lograrás sentirte menos solo en el complejo pero fascinante mundo de la incertidumbre. Y eso habrá sido suficiente para mí.

- “(...) pude leer un par de columnas tuyas sobre el ateísmo y tengo un serio conflicto (...)  las personas pertenecientes a una religión tienen una conducta ética y moral un poco más aceptada en la sociedad mientras que el ateo es muchas veces menos conservador y muy liberal (...)”.

Esta afirmación no solo es frágil sino que tú mismo, en el segundo párrafo de tu carta, te encargas de refutarla cuando escribes: “He tropezado con muchas personas que dicen ser creyentes y son malas por instinto y con ateos que parecen párrocos de pueblo entregados a ayudar.”

Los ateos no tienen una conducta ética o moral diferente a ninguna otra persona, simplemente porque no son las creencias religiosas las que determinan la moralidad (como se empeña en vendérnoslo el prejuicio religioso).

Lo que sí parecería ser cierto, como afirmas, es que los ateos suelen tener una visión más liberal del mundo. Y ello no sería difícil de explicar, aventurando un análisis ligero, por su propensión a cuestionar las imposiciones tradicionales de la sociedad.

Pero, ¿eso te resulta conflictivo? ¿Te preocupa el carácter de librepensador con que se suele etiquetar a los ateos?
Si es así te invitaría con cariño a que evalúes las raíces de esa incomodidad, que muy posiblemente se adentren en ese prejuicio que de forma tan eficaz suele sembrar en los niños el judeocristianismo: el rechazo al diferente, al que cuestiona, al inquieto.

¿Recuerdas cómo se llamaba el árbol cuyo fruto llevó a la condena de Adán y Eva?
No se llamaba ni Árbol del Pecado, ni Árbol del Asesinato, ni Árbol del Secuestro. Ni siquiera se llamaba Árbol de la Mentira. ¡Se llamaba el Árbol del Conocimiento!

Las religiones tienen pánico al conocimiento y el motivo es evidente: el que aprende a pensar por sí mismo, no puede hacer otra cosa que alejarse de quien insiste en decirle cómo debe pensar.

- (...) ¿para ser buena o mala persona es mejor creer en un Ddios(sic) u omitirlo? (...)

Creer o no creer en un Ser Superior no te hace mejor o peor persona. Y esa es la única respuesta a tu pregunta.

Sin embargo, debo aclarar que en el fundamento de todas las creencias religiosas (al menos en los tres grandes monoteísmos) se encuentra la división de los seres humanos en creyentes e infieles. Es decir: todas las religiones parten de asumir que tienen una verdad que no se debe cuestionar y que hay una parte del mundo que será condenada por cuestionarla. Y los noticieros rebosan de ejemplos sobre la perversidad a la que esta cosmovisión puede llevarnos.

Nadie como el Premio Nobel de Física Steven Weinberg lo ha dicho de mejor forma: “Con religión o sin ella hay gente buena haciendo el bien y gente mala haciendo el mal. Pero para que la gente buena haga el mal, se necesita la religión”.

-“(...) ¿y mis creencias? ¿Cómo negar algo con lo que se creció por años? ¿Cómo dejar ese temor de” si no crees arderás en el infierno"? ¿Será que hacer cara de pendejo en la misa o culto creyendo y no creyendo es pecado y al tiempo salvación? (...)”

Tus creencias, sean cuales fueran, son un tesoro al que no tienes por qué renunciar y la sociedad tiene la obligación de garantizar que puedas expresarlas y cultivarlas siempre y cuando no vayan en contravía de los derechos sobre los que la misma sociedad ha sido construida.

Pero —y esto es algo que suelen olvidar quienes pasan por tu situación— el más importante derecho que te asiste, como poseedor de una creencia, es el de cuestionarla.
Poner una creencia frente a la lupa de la razón no significa descartarla. Por el contrario. Significa darle la oportunidad de consolidarse, de hacerse valer, de ganarse un lugar en nuestra visión del mundo.

No todos lo hacen, está claro. Pero quienes lo consiguen suelen descubrir maravillados lo fácil que se derrumban incluso algunas de las más dramáticas creencias que nos atormentaron por años (la del infierno, de la que hablas, es un ejemplo perfecto).

Desconozco si fingir una creencia que no se tiene te condene o te salve. Lo que sí se es que constituye un acto de profunda hipocresía y, al menos yo, solo estoy dispuesto a defender las creencias por honestidad intelectual y no por temor a ser castigado.

Me escribes pidiendo luces, querido amigo, y soy yo quien veo una luz en tu mensaje.
La reconfortante luz que trae esa certeza de comprobar, una vez más, que en medio del fango que uniformiza y de la insípida liviandad de los días que corren, hay mentes dispuestas a cuestionarse y a reivindicar el milagro de la idea. A recordarse —y de paso a recordarnos— que seguimos vivos porque seguimos pensando.

 

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