En Colombia nos hemos acostumbrado a mirar siempre hacia arriba. Cada crisis política, cada escándalo, cada promesa incumplida parece tener un solo responsable: el presidente de turno. En las tertulias, en los noticieros, en los chats de WhatsApp y hasta en las misas de domingo, se habla del Gobierno Nacional como si fuera el único engranaje de esta maquinaria llamada Estado. Pero el verdadero poder —el que decide si el agua sale del grifo, si el puesto de salud funciona o si la escuela tiene maestros— está mucho más cerca: en los municipios y departamentos.
No se necesita una Asamblea Constituyente, ni refundar la República. Lo que se necesita es reformarla desde abajo. Desde los concejos municipales que aprueban los presupuestos locales, desde las asambleas departamentales que vigilan (o deberían vigilar) a los gobernadores, desde los despachos donde se decide si una vía veredal se pavimenta o se queda en promesa.
El debate público, sin embargo, sigue concentrado en la Casa de Nariño y en el Congreso de la República. Como si un decreto presidencial pudiera tapar los huecos de las calles, mejorar la atención en los hospitales o garantizar la alimentación escolar. El centralismo mediático y político ha distorsionado la realidad del poder: la vida cotidiana de los colombianos no depende del discurso nacional, sino de la gestión local.
Veamos los números. El Presupuesto General de la Nación para 2025 asciende a $523 billones de pesos. Es una cifra monumental. Pero el presupuesto combinado de las gobernaciones y municipios no se queda atrás: alrededor de $320 billones de pesos.
De esa suma, $247,9 billones provienen de las transferencias de la Nación —principalmente a través del Sistema General de Participaciones—, a los que se suman $70 billones de ingresos propios locales (impuestos, tasas, contribuciones) y $20 billones adicionales del Sistema General de Regalías.
En otras palabras, el poder territorial —ese que se decide en elecciones municipales y departamentales— mueve recursos equivalentes al 61 % del presupuesto nacional. Más de la mitad del dinero público circula por las cuentas de los entes territoriales.
Por eso, por más honesto o carismático que sea un presidente, si la maquinaria estatal va para otro lado, no habrá resultados. Si los alcaldes y gobernadores no ejecutan bien, si los concejos y asambleas son cómplices del desgobierno, ningún plan nacional de desarrollo puede llegar a puerto.
Colombia no necesita cambiar de Constitución. Necesita cambiar de cultura política. Una cultura que entienda que el futuro del país no se juega solo en el Palacio de Nariño, sino en cada concejo municipal. La verdadera revolución institucional no es la que se proclama en discursos, sino la que se vota en los presupuestos locales, donde se decide si el progreso se convierte en realidad o se queda en el papel.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.


