En los zapatos del otro

En los zapatos del otro

¿Hasta dónde se puede llegar con la libertad de expresión y su resonancia en los medios de comunicación?

Por: Alfonso Suárez Arias
octubre 23, 2017
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En los zapatos del otro

De la ignorancia viene el miedo, del miedo viene la intolerancia.

El locuaz comunicador social tenía buena aceptación en la comunidad y denunciaba ante seguidores las acciones torcidas de algunos burócratas, aunque muchas se sostenían en especulaciones y en el fundamento de credibilidad. Él mismo perfilaba la objetividad de la libertad de expresar y difundir el pensamiento, de informar y recibir información veraz e imparcial, dentro del contexto de responsabilidad social; es decir, que también garantizaba el derecho a la rectificación y se excluía de la censura. En ese escenario comentó y divulgó al aire, lo que persiguió y le pareció.

Sin embargo, las cobas de sus oyentes no hartaron al comunicador, le incitaron a acosar con nombre propio el autoestima del estereotipado funcionario, que aunque no era el característico corrupto, tampoco era el más diligente, al punto de colocarlo bajo la óptica del matoneo. Con la aquiescencia del nutrido auditorio, trasladaron el escarnio al plan personal, y familiar del alicaído burócrata. En todo sitio social se le excluía y hería por la conducta endilgada, pero todavía ni comprobada ni juzgada.

Quizá el ataque expresado del comunicador no tendría que afectar el desarrollo normal de otra persona, pero para el ofendido era cuestión de vivir o sucumbir por el rechazo social y la afectación moral, psíquica, física que trasformó en deshonor la angustia familiar. Todo creado por esa publicidad gratuita en el invisible muro de vergüenza, que expuso públicamente hasta la intimidad del oficinista, complementando su desgracia social, mientras que se mantendría un excelente nivel del rating.

Conllevó en la práctica que el avergonzado empleado tomase la determinación tajante de terminar los agravios y hacer valer su condición humana bajo la dignidad y el respeto. Así que insensiblemente fue al encuentro afuera de la estación y cuando de frente suyo estuvo, muy resuelto le anticipó: vengo a matarte para que no sigas lastimando a otros y sus familias, nunca más lo harás conmigo  y mañana no aplastarás más. Asumo mi responsabilidad y ante la ley repararé la vida que voy a quitarte.

No fueron suficientes las suplicas del agraviador, y sin posibilidad de escape, recibió lo impactos que su vida segaron.

A todo esto solo queda reflexionar:

¿Hasta dónde se puede llegar con la libertad de expresión y su resonancia en los medios de comunicación?

¿Acaso el derecho a defender la dignidad humana permite violentar irremediablemente el bien jurídico de la vida?

¿Si se denuncia la corrupción se expone la vida del delator?

¿Qué pasó con las enseñanzas sobre el ejercicio de la tolerancia desde la primera educación en casa?

¿Quizá ser tolerante es soportar con la cabeza agachada los improperios o desacuerdos de los demás?

¿Qué grado de responsabilidad le cabe a la sociedad por promocionar la afrenta para satisfacer sus pasiones?

¿Quién es el irresponsable, el agraviador, el ofendido: la sociedad o los medios masivos de comunicación?

¿Es qué se podría haber intentado perdonar y renunciar a exigir justicia y proscribir los derechos?

¿Se puede excusar el desahogo emocional y restar importancia al desarrollo individual y colectivo de otros ideales y valores?

No se trata de justificar la actitud de uno u otro participe de este desafuero narrado desde lo real acaecido, ni de promocionar la creación de una nueva sociedad bajo otros principios y valores, sino de promover la importancia de reinsertar virtudes morales en cada una de las actuaciones en comunidad, el respeto entre ellos y establecer que siempre sea cual fuere el resultado buscado o encontrado, es imperativo ponerse primero en los zapatos del otro.

 

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