Siempre que recuerdo esos trágicos hechos, viene a mi memoria un comentario que, tal vez una o dos semanas antes, en una reunión informal en la cafetería de la Universidad, hiciera un contertulio sobre el frustrado Diálogo Nacional que el gobierno había acordado con el movimiento guerrillero:
“Se viene una acción que será la prueba de fuego para Belisario.” Fue un comentario inadvertido; nadie pidió explicación. Pero ese “intrascendente” comentario, desde el instante en que escuché la noticia de la toma guerrillera, permanece vivo en mi memoria.
Era miércoles, 6 de noviembre de 1985, 11:40 de la mañana. Un comando del M-19, autodenominado “Iván Marino Ospina”, se tomó el Palacio de Justicia, donde funcionaban la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, reteniendo a más de un centenar de rehenes: magistrados, empleados judiciales, abogados y civiles.
El comando insurgente, integrado por unos cuarenta combatientes bajo el mando de Luis Otero Cifuentes, Andrés Almarales y Alfonso Jacquín, ingresó por el sótano. La toma del Palacio —conocida como el Holocausto del Palacio de Justicia— fue consecuencia de la ruptura del proceso de paz entre el gobierno de Belisario Betancur Cuartas y el movimiento guerrillero M-19.
Tras más de un año de gestiones y reuniones donde participaron Gabriel García Márquez, Alfonso López Michelsen, Enrique Santos Calderón, Bernardo Ramírez, Horacio Serpa Uribe y Otto Morales Benítez, entre otros, el presidente Betancur decidió reunirse con Álvaro Fayad e Iván Marino Ospina en Madrid, España.
De allí surgió un principio de acuerdo de cese al fuego y Diálogo Nacional. La sociedad civil estaba entusiasmada y la guerrilla gozaba de aceptación popular. Sin embargo, el presidente no tuvo el músculo político ni el arrojo para imponer su política de paz ante las élites.
El proceso fue saboteado por sectores políticos y militares, entre ellos el entonces ministro de Gobierno Jaime Castro. El 24 de agosto de 1984 debía firmarse el acuerdo de cese al fuego, pero ese día Carlos Pizarro Leongómez sufrió un atentado en Florencia, Cauca. Días antes, el 10 de agosto, fue asesinado Carlos Toledo Plata, médico y excongresista del M-19.
Luego, el 23 de mayo de 1985, Antonio Navarro Wolff sufrió un atentado en Cali que lo dejó gravemente herido. Esa cadena de ataques frustró el proceso de paz y desembocó en la trágica toma del Palacio.
Con un pequeño transistor en forma de botella, el periodista Juan Gossaín narró la situación. Por su voz se supo que los insurgentes pretendían “juzgar políticamente” a Belisario Betancur por incumplir los acuerdos de paz. En su libro Las guerras de la paz, Olga Behar cita al comandante Álvaro Fayad, quien afirmó:
“...lo acusamos de traición a la voluntad nacional de forjar la paz por el camino de la participación ciudadana y la negociación...”
También se escuchó la angustiosa súplica de Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema, clamando por un “Alto al fuego”, y la de la consejera de Estado Aydee Anzola Linares, quien imploraba:
“Ruego y suplico a todo el pueblo colombiano que les pida a las autoridades que oigan a los señores del M-19.”
Aquella tarde, salieron libres varios rehenes, entre ellos Jaime Betancur Cuartas (hermano del presidente) y Clara Forero de Castro, esposa del ministro de Gobierno. El comandante Otero Cifuentes pidió públicamente un cese al fuego y delegados del gobierno para dialogar.
No hubo respuesta. En lugar de diálogo, los militares arreciaron el ataque. Los tanques irrumpieron en el edificio; los rockets y ráfagas de fusil convirtieron en hoguera el archivo y la biblioteca, de donde emergió una espesa columna de humo que oscureció Bogotá.
Esa noche, sin explicación previa, se suspendieron las transmisiones de radio y televisión. Según reveló la revista Semana, la entonces ministra de Comunicaciones Nohemí Sanín ordenó interrumpir los programas y reemplazarlos por un partido de fútbol, bajo amenaza de quitar la señal a los medios.
El 7 de noviembre, los medios retomaron la transmisión. La sociedad civil fue informada de la masacre.
Las últimas explosiones estremecieron el centro de Bogotá. Los rehenes salieron con los brazos en alto, despeinados, cojeando, y fueron conducidos hacia la Casa del Florero, convertida en centro de operaciones militares.
Juan Gossaín relató en vivo:
“Ese que sale es Almarales, Andrés Almarales, va herido.”
Testimonios posteriores demostraron que Almarales salió vivo y fue ejecutado extrajudicialmente, al igual que otros guerrilleros y civiles, incluidos magistrados. Muchos aún continúan desaparecidos.
Esa noche, el presidente Belisario Betancur se dirigió al país y declaró:
“Esa inmensa responsabilidad la asume el presidente de la República, que para bien o para mal suyo estuvo tomando personalmente las decisiones.”
Con esas palabras asumió la responsabilidad política, pero exoneró a los militares. Jamás enfrentó consecuencias judiciales, pese a los señalamientos que también implicaban a Miguel Vega Uribe, Jesús Armando Arias Cabrales, Alfonso Plazas Vega, Rafael Samudio Molina y Víctor Delgado Mallarino.
Durante tres años de su mandato, Betancur habló de paz con los movimientos alzados en armas.
Pero cuando llegó la “prueba de fuego”, no fue capaz.
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