Indolencia y carnaval

Indolencia y carnaval

"Más allá de los argumentos instrumentales, lo que cada persona debe preguntarse es si un carnaval debe mantenerse incólume frente a una tragedia como esta"

Por: Sebastián Rodríguez Cárdenas
enero 31, 2018
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Indolencia y carnaval

Siempre me ha resultado sorprendente que los colombianos se vean a sí mismos como uno de los pueblos más felices del mundo. No es que no sea admirable el que una persona, después de perderlo todo —como ha sucedido tantísimas veces en esta tierra—, se levante y construya sobre las cenizas. Ello es, ante todo, un gesto heroico, que merecería la rima de los rapsodas antiguos. Sin embargo, a diferencia del héroe que construye sobre su propia tragedia, en Colombia parece existir un pacto tácito de no agresión a la felicidad, una risa colectiva, nerviosa y casi que obligatoria, que compele a todo el mundo a sonreír como si nada hubiese sucedido.

Prueba reciente de ello es que no habiéndose disuelto aún el humo que mana de las ruinas (humanas y de concreto) tras los atentados en Atlántico y Bolívar, la pregunta que se ha suscitado es la de la realización del Carnaval. En mi concepto no debería haber ningún debate: no hay nada que celebrar en todo esto, ni los muertos, ni los motivos, ni los métodos, ni los que quedan. Nada. Un carnaval en un momento así es, a mi modo de ver, una burla, y sin embargo el debate existe precisamente porque al parecer hay un mandato de la naturaleza colombiana —suponiendo que exista tal cosa— que le impone a todo el mundo celebrar la vida sin reparar en la tragedia.

Por supuesto esta actitud, que yo calificaría de indolente, no es absoluta. Lo que sí es, es generalizada, y por eso precisamente es que debería repararse en ella.

Dejando de lado los extremismos del pesimismo y del optimismo, parece necesario reparar en la forma en la que, habiéndonos habituado a la violencia como parte de la cotidianidad, nos viene de repente la idea de saltarnos el duelo, de ignorar lo sucedido y decir: "bueno, triste sí, muy triste, pero el que vive es el que goza" o, como se ha dicho desde que tengo memoria: "el muerto al hoyo y el vivo al baile". Esto es, naturalmente, un mecanismo de defensa, que viene dado por la simple condición de humanidad que inquieta a la filosofía: "¿cómo vivir, cuando todos mueren?". Dado que dolerse por cada uno de los muertos implicaría la anulación de la vida, vale más alzar la cabeza y seguir, bailar, silbar, cantar, perder la consciencia y abrazar la bacanal.

Considero, no obstante, que hay un reproche ético (y político) que hacerle a una postura como esta. Más allá de los argumentos meramente instrumentales —el Gobernador del Atlántico dice que suspender el Carnaval afectaría la economía—, lo que cada persona debe preguntarse es si un carnaval debe mantenerse incólume frente a una tragedia como esta, tan representativa de la violencia de la que desesperadamente intenta salir el país, hasta ahora sin éxito.

La respuesta, como todas las respuestas éticas, se manifestará en la práctica más que en el debate público. Lo que sí es cierto, es que hay algo distópico en un mundo que no puede tener la empatía suficiente para, al menos, guardar silencio ante el dolor del otro, si es que condolerse es realmente un imposible; y que la negación de los muertos con el baile es precisamente lo que, con razón, decía alguna vez Saramago: "A Colombia le hace falta vomitar a sus muertos".

Es precisamente porque no nos enfrentamos a la tragedia, porque no permitimos que nos afecte, porque no asumimos que el duelo es parte de la experiencia humana y porque no queremos que interrumpa el jolgorio; que llevamos tanto tiempo padeciendo nuestras epidemias de olvido, en las que los trenes cargados de muertos, con dirección al mar, son tanto menos reales que las lluvias de mariposas amarillas.

 

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