El taxista millonario
Opinión

El taxista millonario

En la selva, recostado a un árbol infinito, está Gustavo Nieto Roa, sin megáfono, dirigiendo actores y un equipo de filmación que no parece tener más de 30 años

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agosto 31, 2023
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Gustavo NIeto Roa, el director más taquillero de los 70 y 80 hace una nueva película en la selva

Dentro de la selva se filtran los rayos de luz, pero todo el tiempo por lo tupido de la vegetación parece atardecer, lo que no hace fácil mantener la noción del tiempo, un tiempo que se enrolla en sí mismo como una anaconda y produce la sensación de estar en trance hipnótico.

Las hormigas rojizas tienen el tamaño de una pastilla de dólex, es lo primero que pienso viéndolas trabajar. Ayer se le metieron a fulanita en el pelo, pilas que no hay que confiarse con ellas, advierte uno de los muchachos enfundados en botas pantaneras, bufanda colorida y sombrero de explorador. No tengo pelo en buena parte de la cabeza, así es que sigo de largo y tampoco me confío de ellas.

De frente en la primera locación natural junto a un paso de agua está Gustavo Nieto Roa (GN). Anda recostado de espalda a un árbol infinito, sin megáfono, con voz directa y notoriamente serena dirigiendo a un grupo grande de actores y a un equipo de filmación con camarógrafos, sonidistas y asistentes, ninguno de los cuales parece tener más de treinta años.

Nieto Roa, quien fue el director más taquillero de Colombia en las décadas de los setenta y ochenta, ha llegado acá semanas atrás para hacer una nueva película, otra que se suma a más de una decena anteriores entre las que se cuentan comedias de la época como El Taxista Millonario, Esposos en Vacaciones, Caín, algunas declaradas como bien de interés cultural de la memoria audiovisual colombiana, o Mariposos Verdes que se exhibió en 62 países, una especie de hito para la población LGTBI.

La diferencia es que ahora lo hace con una edad que está entre los 81 y los 83 años, no se sabe bien ni siquiera preguntándoselo directamente, pero se intuye entre las historias que cuenta pausado cuando uno le pregunta, a mi modo de ver con la certeza de quien ha pasado por mucho y ha tenido mucho, y que lo pusieron en momentos de la vida a ser un vago estudiante de secundaria, soldado en la guerra de Vietnam, estudiante de cine en EE.UU, cercano amigo de Luis Carlos Galán, locutor de radio y programador de películas desde años interno en Tunja; también espectador burlón de Sathya Sai Baba el semidios fraudulento como todos los semidioses, o esposo de mujeres de farándula de quienes muchos, para qué negarlo,  hubiéramos querido ser esposos.

GN no tiene ningún gesto de director autoral, intelectual o pretencioso. Es concreto. Llamó una noche, dijo quiero hacer esta película en la selva que es patrona de toda vida (lo siente uno de inmediato andando bajo sus hojas, sus pesadas gotas de lluvia o los árboles caminantes, verdaderamente caminantes pues cada pata nueva cuando otra muere los mueve un par de centímetros en décadas); y la hizo, hizo la película con un combo joven que abrirá el camino de películas para grandes pantallas grabadas con teléfonos celulares.

La misma concreción que desborda ha hecho que GN sea editor, un vendedor de cartillas, libros fáciles y recetarios de México al sur del Continente; que tenga oficinas de producción, postproducción y doblaje de voz en Miami, Sao Paulo y Bogotá; que viaje de un lado a otro del mundo con más facilidad que las grandes hormigas de la selva, que camine en esta y entre grandes piedras que parecen pender de un hilo, tranquilo sin trastabillar, con una camiseta de manga corta, de vez en cuando dándose una palmada en la piel para espantar los mosquitos.

El Guaviare, que se forma en el encuentro del Inírida y el Guayabero, por entre un cañón de rocas inmensas sin orilla

Usted nació para lo que usted hace, me dice al día siguiente de terminado el rodaje con esa voz suave pero por alguna razón nítidamente audible, mientras vamos en una lancha solos los dos con un lanchero esperanzado (Duvan) que ha vivido la guerra y la paz y otras guerras y otras paces, en un río convulsivo, El Guaviare, que se forma en el encuentro del Inírida y el Guayabero, por entre un cañón de rocas inmensas sin orilla donde se turnan para hacerse notar  las garzas morenas, los delfines rosados, los alcaravanes, un infinito donde uno opta por guardar silencio y solo mirar, imaginar, sentir la selva como una cachetada que le dice, no seas tonto, nunca te sientas tan grande ni dominante.El Guaviare, que se forma en el encuentro del Inírida y el Guayabero, por entre un cañón de rocas inmensas sin orilla

En el trayecto no dejo de reírme acordándome del taxista que nos llevó hasta el sitio de abordaje: en toda esta selva que ve ahí hay cajuches y zaínos, alguno muy bravos que andan en manada, y si miran un tigre lo atacan, y si lo miran a usted por ahí también se lo tragan.

Lo mejor está por venir, así es que llegamos al Raudal del Guayabero, la antesala de los paneles de pinturas precolombinas que estuvieron ocultas o inaccesibles durante décadas en las que la guerrilla, el ejército, el narcotráfico y paramilitares impusieron los cercados arbitrarios de esta zona mágica del universo. Nos recibe la corporación Guardianes del Yuruparí (Norbey, su presidente,  Michael, Iván, Duvan, una cantante hermosa con sus padres todos artistas circenses, las mujeres de la comunidad, gente que ha organizado la pesca y el “turismo comunitario” en esta zona.

Organizado de verdad, de una manera que le muestra a quien esté allí que en efecto existió un acuerdo de paz más allá de las firmas en Cartagena y el Teatro Colón; que en esta zona y en estas personas hay convicción de paz, una decisión de dejar cosas de la vida y seguir con otras, ayudándose, entretejiendo, moviéndose entre la solidaridad, para olvidar el ruido de la balacera que sonaba cada noche y hacía ver miles de pequeños meteoritos de pólvora, mientras a los niños los envolvían entre colchones  para protegerlos de algún proyectil que siempre daba contra  habitantes inermes.

Una huella entre los miles de años testimoniados en la pintura de habitantes precolombinos en los tepuyes

En este lugar entre la Sierra de La Macarena y La Lindosa se percibe Paz, en mayúscula. Vivió entre la guerra, una guerra devastadora de décadas,, un dolor de pueblo que, en todo caso,  es una huella entre los miles de años testimoniados en la pintura de habitantes precolombinos en los tepuyes, en las paredes tutelares, en la magnitud de una selva que desde adentro no termina.

De regreso a San José del Guaviare está programada la cena de cierre de la película que Gustavo Nieto filmó los días anteriores. Él es el primero en llegar, espera a su equipo y brinda mientras recuerda este día de su vida.

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