El 6 de noviembre hacia las 11 horas de una mañana parecida a la de hoy, empezaba la zozobra en la Plaza de Bolívar, justo en el Palacio de Justicia, un desasosiego que se alimentaría por lo que quedaba de ese día y del siguiente, y luego por cuarenta años que sugieren ir más allá.
De cerca oíamos el traqueteo de metralletas, un sonido imborrable que sería absolutamente nítido y solitario en la noche mientras una columna de humo de olor áspero avisaba desgracia.
Aunque desde 1985 reinen fallos, contrafallos, impunidades y una memoria que cíclicamente se esperanza y se evapora, en esa jornada en la que uno iba y venía impreciso, era claro que no había gobierno civil, que a lo largo del día habíamos oído al presidente de la Corte Suprema pedir a Belisario Betancur que ordenara detener la acción del ejército, algo que no solo no cesó, sino que se incrementó con no poca sevicia mediante disparos de tanques, granadas y ráfagas indiscriminadas dentro de una edificación atestada de civiles inermes.
Era claro también que se trataba de un operativo sangriento del M-19, desmedido militar y políticamente, un acto que lo haría culpable entonces y ahora; y era evidente que avanzaba la aplanadora de un ejército en el que aún palpitaba la barbarie del Estatuto de Seguridad derogado tres años atrás, pero que mantenía activos cuerpos de seguridad instruidos en las técnicas del terror y la violación de derechos humanos.
Aquella noche del 6 de noviembre, el gobierno que desoyó las súplicas, se hizo al fin presente: lo hizo transmitiendo un partido de fútbol desde El Campín, a cuadras del lugar donde ardían cuerpos humanos, una modalidad de censura indirecta que ya venía con exigencias a los medios de para que se abstuvieran de divulgar en directo hechos del Palacio.
Con el día siguiente vendría lo más sombrío: las desapariciones, las torturas; las fosas comunes, las alteraciones, la crueldad represora, todo aquel hilo de sangre incesante que sigue revelándose.
Un juez ha ordenado que la película Noviembre, sobre hechos del Palacio, deba editar (en últimas cortar) una escena que se considera afrentosa.
En ironía que escenifica cuanto hay que decir, a punta de bombazos durante el horror del Palacio le arrancaron la cabeza a la estatua de José Ignacio de Márquez, primer presidente civil de la república y tenido como emblema de respeto de la democracia a sus jueces. La misma estatua había sido quemada en el Bogotazo del 9 de abril de 1948 cuando el anterior palacio de justicia igualmente fue incendiado.
Siendo lamentable lo acontecido para la memoria del país y de las víctimas, un nuevo capítulo se abre paso: ahora un juez ha ordenado por vía de tutela que la película Noviembre, sobre hechos del Palacio, deba editar (en últimas cortar) una escena que se considera afrentosa.
Desde hace décadas, cuando existió la Junta de Censura, algo así no se había visto. Las razones de los demandantes no son objeto de comentario acá, pero sí el hecho de que los jueces empiecen a decidir qué contenido puede o no tener una obra de cine, o un libro o cualquier creación artística; porque un asunto es que los jueces decidan respecto de daños que una obra creativa pueda haber cometido, y otro muy distinto que asuman la potestad de ordenar qué se va y qué queda de tal obra, incluso sugiriendo a sus autores que lo hagan.
Si este precedente de tijera censora se mantiene y no se corrige de inmediato en la revisión que se haga del fallo, habría grandes motivos de preocupación para la libertad de expresión. Otros descabezamientos estarían abriéndose paso.
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