En una casa amplia de Barrios Unidos, en la calle 50 con carrera 20, se sirven los mismos platos que hace casi un siglo llenaban las ollas de una mujer que cocinaba por necesidad. Hoy, el restaurante Doña Elvira recibe a más de 400 personas al día, pero su historia comenzó en 1934, cuando Tránsito Nizo, una viuda con cinco hijos, decidió que la única forma de sobrevivir era cocinar.
No tenía estudios, ni capital, ni tiempo. Tenía hambre —y la receta de una vida entera en la cocina campesina—. En una pequeña casa cerca de la antigua Clínica Marly, abrió un restaurante al que llamó Los Suros. Vendía lo que sabía hacer: sobrebarriga, torta de menudo y cuchuco con espinazo. Tres personas bastaban para atender a los primeros clientes: empleados de la clínica, obreros de la ETB y trabajadores de Energía y Acueducto de Bogotá.
Con los años, Doña Tránsito se volvió una institución. Treinta y cuatro años después, cuando ya tenía clientela fija y fama de buena sazón, decidió entregar el negocio a su nuera: Elvira Porras, una campesina de Chita, Boyacá, que había llegado a Bogotá con su esposo, Marco Antonio Carvajal, buscando un futuro más estable.
Doña Elvira heredó más que un restaurante: recibió un legado. Se quedó con las recetas, los secretos y el desafío de mantener vivo un sabor que se resistía a morir. Junto a su esposo formalizó el negocio, amplió la carta y cambió el nombre: el restaurante Doña Elvira nacía oficialmente.
Y funcionó. Tanto, que el pequeño local se quedó corto. Con el tiempo se trasladaron a un espacio más grande en la calle 50 #20–26, donde llevan 45 años cocinando para generaciones de clientes que llegan cada fin de semana desde Chía, Cajicá o Sopó, buscando el sabor de la comida cundiboyacense: ese que ya casi no se encuentra.
A sus 77 años, Doña Elvira sigue siendo una mujer de campo. Cultiva flores y árboles frutales en Chita y, cada quince días, viaja a Bogotá para ver cómo anda su negocio. No se sienta con los clientes ni da órdenes desde una oficina: camina el local, pregunta por los pedidos, conversa con los meseros. Sabe que el secreto no está en la receta, sino en la constancia.

Hoy son sus hijos Emma, Andrea y Dante Carvajal quienes atienden el restaurante de jueves a domingo y en días festivos. Desde hace 25 años manejan las riendas de una empresa familiar que ya entra en su tercera generación y que, en breve, pasará a manos de la cuarta, hoy en entrenamiento.
Políticos, artistas, futbolistas y familias enteras siguen llegando a probar los mismos platos que Doña Tránsito servía en los años treinta. Afuera, Bogotá cambió: la ciudad se volvió otra, los negocios duran lo que un gobierno, las modas gastronómicas vienen y van. Pero en esa casa de Teusaquillo, los domingos siguen oliendo a cuchuco con espinazo.
Y eso —en una ciudad donde casi nada sobrevive tanto tiempo— también es una forma de resistencia.
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