En política y materia criminal colombiana se conoce como cartel a una organización tentacular, una verdadera “societa criminis” que todo lo ha permeado y penetrado, que se ha enraizado en el alma nacional como mala cizaña, que ha hecho metástasis en el organismo social.
Uno de los primeros síntomas de muerte de un Estado es la corrupción, es su flagelo, su desgracia. Como lo decía Simón Bolívar: “La corrupción de los pueblos nace de la impunidad de los delitos y la indulgencia de los tribunales, mirad que sin virtud no hay ley, y sin ley, perece la República”.
Pues bien, esta se caracteriza por una fiebre muy alta y contagiosa: la “sed de dinero” que brota a borbotones del famélico erario público, llevando a los más insólitos carteles —contratación, azúcar, cemento, medicamentos, papel higiénico, cuadernos, hemofilia, alimentación de los escolares y niños, hasta llegar al más reprobable y sórdido de todos, el de la toga—.
Cuando este flagelo ataca a la justicia es ya el último grado de putrefacción del tejido social, ya que todo lo demuele y es en últimas el fin del Estado de Derecho, que deriva en: una justicia corrupta, un súmmum de la desgracia nacional, la falta de confianza en una institución sacra, encargada de manera sublime de obrar en equidad y restaurar el daño social causado con racionalidad y proporcionalidad.
Cabe anotar que no nos referimos a la mayoría de abnegados jueces de Colombia, sino a los altos magistrados, quienes debieran ser guía y faro en esta noche aciaga de la patria y quienes movidos por prejuicios de todo orden, desde los económicos hasta los políticos, causan gran desconcierto, desazón y angustia en el conglomerado social.
Estos carteles, en general, someten y claudican las instituciones del Estado. Exangüe, la nación entera deja de cumplir otras funciones vitales para su subsistencia, debilitándose seriamente; es la postrer condición de la falta de autoridad, respeto a la ley, a los sagrados valores axiológicos, a la norma ético familiar, al concepto sublime de Meta-Estado, al ideal nacional.
Cuando Dios fue sacado a empellones de la vida cotidiana y las aulas de clase todo comenzó a complicarse, pero fue el narcotráfico la gran ramera de todos los males nacionales, ya que acabó con la inocencia del campo, corrompió la sociedad en todos sus órdenes y llevó a que nuevas exigencias hedónicas, frías y materialistas suplantaran el trabajo honesto y la palabra de los ancestros, el respeto y la devoción a la institución familiar.
Por ende es menester que el Estado retome su papel de padre severo y meta en cintura a sus hijos con sanciones ejemplares que impliquen la corrección de sus desviadas conductas. Sin embargo, para ello debe generar conciencia en la mente de cada colombiano, sin importar su etnia, raza, sexo, cultura, profesión o condición, del respeto a la norma y a la majestuosidad e imperio de la ley.