¡Qué bien que escribe Pablo!

¡Qué bien que escribe Pablo!

Campo Elías encontró un libro cuyo título le parecía sospechosamente familiar, cuando lo compró se llevó toda una sorpresa. Relato

Por: Fernando Alexis Jiménez
noviembre 29, 2019
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¡Qué bien que escribe Pablo!
Foto: Pixabay

No lo podía creer. Eran los mismos trece textos que escribí hace quince años. Los primeros doce, de un solo tirón. Aproveché unas vacaciones. El decimotercer relato lo garabateé en lo primero que hallé a mano: una servilleta. Era domingo y caía la tarde. Ese día llovió y, cuando creí que iba a escampar, miré a través de la ventana y estaba tan oscuro que pensé: “En cualquier momento se desgrana la lluvia de nuevo”. Decidí no salir de paseo sino quedarme escribiendo.

Trece cuentos. Cortos. Un ejercicio incesante para desahogar mis frustraciones, mis temores y los sueños por mucho tiempo archivados.

Lo más sencillo fue ponerles nombre a los protagonistas principales. Los saqué de un directorio telefónico; pero invariablemente, todos ellos encarnaban mi forma de pensar y de actuar.

Y ahí los tenía frente a mí, en una edición pequeña y en papel rústico. “Relatos de un desesperado en medio del laberinto”. El mismo título que les puse. Incluso, eran de la época cuando todavía no había desaparecido la máquina de escribir. Imagínese usted cuánto tiempo hace que los escribí. La mía era Remington, de carrete sencillo. Pero igual, sirvió para escribir las historias.

Busqué el nombre del autor. Aparecía un tal Pablo Arosemena Maltes. Ni idea de quién era.

Al final, cuando mencionaba la biografía del autor de la colección de cuentos, aparecía correo electrónico.

Compré el libro. Me pareció algo caro. Sentí molestia porque gasté lo poco que tenía en ese momento para almorzar.

En la tercera página del libro indicaba que iban en la vigésima segunda edición.

Muchos personajes de las historias fueron creados al azar y reconozco que eran mi alter ego. Protagonizaban diálogos imaginarios que copiaba con rapidez en una libreta de anotaciones que aún conservo.

Escribí al correo electrónico pidiendo facilidad para contactar con Pablo; me respondió en pocas horas y me informaba que tenía a disposición un teléfono. Lo primero que hice fue marcar a ese número. Timbró varias veces. Nadie contestaba. Por espacio de media hora intenté, hasta que por fin escuché la voz al otro lado de la línea:

— ¿Aló…?, ¿quién habla?—

— Campo Elías… Sé que no me conoce, pero sí conoce los cuentos que escribí, porque los publicó…— , le dije.

— ¿Usted es Campo Elías Barco?—musitó.

— Sí, el mismo… el mismo a quien plagió con los cuentos…

— Temo decirle, señor Campo Elías, que ya no eran suyos… Eran de todos y de nadie…

¡No había sido un buen comienzo para una conversación!

Comencé a enfurecerme. Me pareció un cínico y quería tenerlo frente de mí para cantarle cuántas son cuarenta.

— ¿De todos y de nadie? Usted está loco… ahora resulta que todas las horas que invertí en escribir son “de todos y de nadie”… ¡Increíble lo que debo oír! .

Pablo no se inmutó. Conservó la serenidad al responderme:

— Los encontré en un tarro de la basura. En una bolsa plástica, de un supermercado, para ser más exacto. Si usted los botó a la calle. ¿De quien eran entonces?, ¿de usted? Se equivoca. Después de cruzar el umbral de su casa, ya eran “de todos y de nadie”. ¿O me equivoco?—

Mientras escuchaba su voz pausada a través del teléfono, recordé el día que deseché todos los cuentos.

Fue después de una discusión con mi esposa. Ella estaba furiosa porque además del arrume de libros, esos papeles andaban por ahí, dando vueltas.

— No te veo de escritor—me gritó enfurecida— Te veo más como empleado público, cumpliendo horarios, que como autor de libros. Arroja esa basura al lugar que le corresponde— .

Y me dejé arrastrar por la emoción del momento. Metí todos los manuscritos en una bolsa con el ánimo de botarlos luego.

Pensé que Lucrecia los sacaría de allí, cuando no estuviera y me los devolvería, pidiéndome perdón. Pero me equivoqué. No hizo ni lo uno ni lo otro. De verdad los botó.

Pasé muchos meses pensando en todo el tiempo invertido en los cuentos y de qué manera, en cuestión de segundos, se perdieron en un arrumbe de desperdicios. Incluso soñaba con ellos. La nostalgia me duró mucho tiempo.

— ¿Aló?, ¿me escucha?, ¿aló?— dijo el hombre afanosamente.

— Sí, Pablo. Estoy aquí. Pensaba en lo que me dice… Y no creo buena idea que lo hablemos por teléfono. ¿Nos tomamos un café?

— Si es para hablarme de regalías, se equivoca, Campo Elías. Los cuentos ahora figuran como míos y tengo registro. Si es para hablar de otra cosa, con gusto .

Acordamos una cita en la Plaza de Caycedo, un miércoles a las cinco de la tarde.

Nos saludamos con una sonrisa. Lo noté sincero. Era más viejo que yo. Sesenta años a lo sumo.

Me felicitó por mi forma de escribir. “Sus textos son buenos”, reconoció. “Recuerdo su nombre porque figuraba en cada cuento. Pero cuando los publiqué, decidí ponerles mi nombre, para efectos de su registro; pero admito que son muy buenos”.

Una vez entramos en confianza, me dijo: “Después de leerlos, yo mismo los hubiera tirado a la basura de buena gana. Usted no hilvana bien las ideas, los diálogos son muy informales, sin contenido, hay mucho ruido en la escritura y, algunas veces, sentí que había algo más para escribir…”.

“Pasé muchos horas reescribiéndolos. Incluso, en la noche. Pospuse mis propios compromisos procurando darles forma. Y no faltó una discusión con mi esposa que me insistía en que desechara la idea de una vez y hasta me gritó que los escritores no viven de su trabajo sino de cualquier otra cosa. Porfié con el asunto, hasta que terminé de revisar y darle un giro a los cuentos”.

— ¿Por qué no los botó entonces?—, pregunté.

— Pensé que si le tomó tiempo escribirlos, aún sin conocerlo, pues valía la pena salvarlos. Cada cuento es como un hijo y no se abandona un hijo en la calle, sin importar qué suerte tendrá— , explicó. Bebía el café con gusto, deleitándose en cada sorbo, como si no tuviera afanes.

— ¿Y la plata?— , le interrogué.

— ¿Eso es lo que realmente le preocupa? Creo que allí está su error. ¿No piensa que salvamos esos relatos para que se mantuvieran en el tiempo? Parece que no, le inquieta la plata; pero le despejo su interrogante: no me han dado mucho, salvo uno que otro recursito para reimprimirlos.

No tengo memoria fotográfica, por lo que me resulta imposible recordar mis textos originales y los que tenía frente a mí, corregidos, en ese libro de edición rústica.

— Respeté los títulos y los personajes. Corregí aspectos de estilo. En cierta medida, Campo Elías, también son mis cuentos. Reescribirlos también tomó tiempo. Es una creación de los dos.

No dije nada. Revolví lo que quedaba del café para que la azúcar no se asentara. Sonreí y me limité a extenderle un ejemplar del libro de cuentos:

— Al menos me da su autógrafo.

Y él lo hizo. Con un bolígrafo barato. Entre él y yo había diferencias: a través de mis cuentos, Pablo conservó para la historia unas líneas que consideró de valor; yo estaba inquieto —más que por los cuentos— con la idea de que él se estaba beneficiando de mi trabajo. Estaba equivocado, sin duda. Y, en cierta medida, él tenía razón. Era el trabajo de los dos.

— Espero volver a vernos en algún momento… Y hablamos de letras— , le dije.

— De acuerdo, será un gusto—respondió Pablo, incorporándose.

Salimos de la cafetería. Nos despedimos. Él salió rumbo a la parada del autobús, yo en dirección al parqueadero, en búsqueda del carro. Pero no iba con rabia, sino con satisfacción. “Al menos los cuentos valieron la pena…”, murmuré.

Terminaré diciendo que he comprado varios ejemplares del libro de cuentos. Otros me han pedido copias. Los he regalado a amigos y familiares. Quienes los leen, lo reciben complacidos. Incluso Lucrecia, al terminar de releerlos, me dijo un día: “Qué bien que escribe ese tal Pablo…”

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