Lucha contra las drogas y crisis climática: ¿Qué significa para Colombia?

Lucha contra las drogas y crisis climática: ¿Qué significa para Colombia?

Una salida única para el futuro de la especie necesariamente pasa por un acuerdo equitativo entre países desarrollados y los que jamás pudieron llegar a serlo

Por: Jorge Ramírez Aljure
agosto 17, 2022
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Lucha contra las drogas y crisis climática: ¿Qué significa para Colombia?
Fotos: Leonel Cordero / Canva

Aunque no totalmente esbozados, los primeros discursos del presidente Gustavo Petro han dejado ver que, a nivel de su política internacional: existen dos asuntos que lo desvelan, y que, sin lugar a dudas, tocan problemas que no solo importan a la comunidad internacional sino de manera especial a la latinoamericana, y donde Colombia en ambos casos es protagonista especial.

Se trata de la política de lucha contra las drogas que ha imperado en América desde 2000, implantada por el Plan Colombia a pedido del presidente Andrés Pastrana, y aprovechada por los Estados Unidos –en un reajuste de su original objetivo social– para favorecer los mercados, culpar al narcotráfico de todos los males del país, y por supuesto, acusarlo de envenenar a sus inermes ciudadanos.

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Y ejercer, bajo el pretexto de su cuantioso financiamiento, una influencia determinante tanto en lo geopolítico como en lo geoeconómico no solo del país sino de toda el área.

Muy pronto entonces se convirtió en una oportunidad para intervenir abiertamente –sin que lo pareciera para no romper el mito de nuestra soberanía e independencia y el respeto de la democracia norteamericana por sus pares continentales– con una interpretación, acomodada a sus intereses imperiales, de la oferta y demanda de aquel mercado ilegal.

Pues la nuez la constituyó la afirmación de que en este caso la oferta criminal de la droga creaba la demanda de la misma, rememorando la Ley de Say del siglo XIX, de donde se concluía que los culpables eran quienes la producían mientras sus consumidores apenas eran simples víctimas, por lo que el camino indicado era una guerra sin cuartel contra todos aquellos que se confabulaban para hacerla llegar a los ciudadanos norteamericanos.

Por supuesto de parte de nuestros gobiernos no hubo jamás objeción sino perfeccionamiento y total sujeción a las inequitativas imposiciones hasta el presente, de manera que, no obstante el fracaso total de dicha política después de más de 20 años de implantada y los inmensos daños causados a la naturaleza, la moral, la paz y a los colombianos más débiles, el solo insinuar que es hora de discutir una nueva, equitativa y constructiva agenda se toma como una afrenta inexcusable contra valores universales inconmovibles.

Las reclamos, por demás justificados, realizados por expresidentes como Ernesto Zedillo, de México, Fernando Enrique Cardozo, de Brasil y César Gaviria, de Colombia, complementados por Juan Manuel Santos han caído en el vacío en Washington, vacío secundado por gobernantes de derecha del continente, y en especial de Colombia, acomodados a la dependencia imperial que selló el réspice polum de Marco Fidel Suárez en 1918, hace más de un siglo.

El segundo tema, también esencial para nuestro destino económico e independencia política, es el de la crisis climática, menos discutible pues tras de sí se encuentra la afirmación científica del Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) sobre su demoledora y creciente presencia.

Más perturbadora que el problema anterior por las repercusiones desoladoras que tendrían y están teniendo sus efectos sobre nuestros países, de no ponerle coto a tiempo cuando ya hablamos de notables retrasos.

Pero cuya importancia por sobre todo estriba en la labor vivificadora de la humanidad –sí, de la humanidad– a que estaríamos llamados moralmente los pueblos latinoamericanos, para contribuir a salvar, nada menos que la especie humana de su probable extinción.

Una tarea que, como lo demostraremos, solo puede ser posible con la anuencia de todos los países de Suramérica y el Caribe, y que de paso contribuiría a la presencia universal de estas naciones para discutir –de tú a tú, como lo ha enunciado el presidente Gustavo Petro– temas universales como el tratado en los primeros párrafos.

Una oportunidad tan singular e increíble, resultado de una conjunción afortunada de factores que van desde el calentamiento progresivo del planeta, debido de manera especial al desarrollo industrial y consumismo desbordado que provocó sobre todo el capitalismo sin talanqueras de los últimos 60 años, y que tiene hoy prácticamente ardiendo a Europa y parte de Norteamérica, y cuya existencia dependerá de que este se  detenga y transforme, haciéndose sostenible con la obligada estabilidad del planeta.

Una transformación sustancial que necesitará algún tiempo para evitar un caos económico impensable, durante el cual persistirá su acción contra la Tierra, que deberá, si todos somos conscientes de la necesidad de salvar la especie, acudir a un recurso y a quienes lo tengan, que pueda –de alguna manera, que será providencial– compensar con su captación oportuna, para no hablar de milagrosa, las nuevas emisiones de gases tipo invernadero que lanzarán a la atmósfera los países desarrollados.

Y para cubrir esa necesidad imperiosa, pues nuestro entorno natural no admite ya nuevos incrementos de temperatura, de manera mágica, por decir lo menos, aparece  la riqueza ecológica extraordinaria que todavía acompaña a Latinoamérica, en especial en materias de bosques –reconocidos oficialmente  por la mayoría de COPs, y, en especial las últimas, como captadores naturales de CO2– disponibles para asumir esa intransferible y descomunal epopeya.

Luego de que los países ricos, que manejan todos los hilos de estas asambleas para no ceder poder, confiaron desde los años 60 con tener muy pronto la solución tecnológica para resolver por su cuenta el desequilibrio climático, esperanza científica que se mantuvo avante hasta la importante Cumbre del Clima de París (COP21) en 2015, cuando, fuera de un ligero recordatorio, no apareció el invento.

Y parece lejano dado el empeño de las últimas asambleas -ya vamos en la COP28- por avalar los bosques, en que somos fuertes, como parte de la solución.

Una salida única para el futuro de la especie que necesariamente pasa por un acuerdo equitativo entre países desarrollados y los que jamás pudieron llegar a serlo.

Dado que, de un lado, el aporte de los últimos representa un recurso de valor extraordinario e irremplazable para alcanzar el objetivo, y, del otro, porque solo aquella oportunidad excepcional puede ser acompañada, como contraprestación mínima, por el capital y la tecnología avanzada que deberán aportar los primeros para alimentar el desarrollo sostenible de los segundos, es decir, de toda Latinoamérica.

Ejecutoria que nos permitiría pasar de ser, dentro del concierto de las naciones, una serie de países sin opciones para conseguir un crecimiento económico que le ofrezca una vida digna y sostenible a sus habitantes e influir de alguna manera en los destinos de la humanidad, a convertirnos en protagonistas esenciales de aquellas determinaciones, abandonando el complejo paternalista dependiente bajo el que hemos actuado hasta ahora, cuando nuestros pueblos se acercan inexorablemente a la inviabilidad y la miseria.

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