El judío vuelve a ser una víctima
Opinión

El judío vuelve a ser una víctima

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agosto 21, 2014
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La última despiadada arremetida israelita en la Franja de Gaza no solo dejó más de 1.920 palestinos muertos —de los cuales 467 son niños—, sino que fue toda una invitación para que el antisemita promedio saliera del clóset. Las redes sociales fueron usadas por los mamertos que, cegados por su ignorancia y fanatismo, siempre ávidos de escándalo y vigencia, metieron en un solo paquete a los judíos y los sionistas. Algunos incluso se han atrevido a afirmar que eso del Holocausto fue una mentira que se inventó Steven Spielberg y que los nazis, tan reivindicados por estos días, solo mataron un millón de judíos, como si rebajarle cuatro millones de muertos a la horrenda masacre disminuyera el horror.

Y así siguen estos majaderos, poniéndose el turbante y la burka, soñando con Venezuela y sus aliados musulmanes. Porque claro, si quieres parecer inteligente ahora no solo debes decir que no vas a misa y que te encantó la última de Wes Anderson, también debes decir que la única responsable de las grandes tragedias de este mundo es la comunidad judía.

Antisemitas, como los mamertos, existieron, existen y existirán. Razones no les han faltado. Cuando en la Edad Media un ejército enemigo sitiaba a una ciudad, los judíos muchas veces salían de sus murallas y negociaban con el enemigo. El hecho queda registrado en el Taras Bulba de Gogol: por culpa de un comerciante semita los cosacos pierden su preciada independencia. Shakespeare hizo de su Shylock la imagen misma del diablo: este comerciante es capaz de arrancarle un pedazo de carne a su cliente si este no llega a pagar a tiempo. En la antigua Rumania decían que eran los esbirros de los vampiros y Joyce puso en boca del profesor de Stephen Dedalus este chiste maravilloso: “Inglaterra tiene el orgullo de ser el único país que no ha expulsado a los judíos: nunca los dejó entrar”.

Colombia puede decir lo mismo. Nuestra fe en Cristo impedía que le abriéramos las puertas a sus mismísimos asesinos y así nos fue: en Buenos Aires y en Nueva York los recibieron y ayudaron a construir dos grandes naciones, aunque bueno, los argentinos mismos se han encargado, al elegir a sus propios verdugos, de destruir lo que alguna vez fue considerada como “la despensa del mundo”.

Cientos de miles de judíos huyendo del horror nazi se refugiaron en América aunque acá el odio y el catolicismo virulento de Laureano Gómez, el mismo que promovió una Kristall Natch en Bogotá, les cerró la puerta en la cara. Muchos no pudieron salir y presenciaron el infierno en los campos de exterminio de Sobibor, en donde, sin palas ni ningún tipo de instrumento, los S.S ordenaban a sus piojosos, tifoideos y esqueléticos prisioneros, desenterrar una fosa en donde habían más de 20.000 cuerpos para después ser incinerados. Uno a uno los judíos iban cayendo, agotados y con las manos mutiladas de tanto arañar el suelo y allí terminaban mezclados con los cuerpos putrefactos que yacían enterrados.

O en Auschwitz en donde un tenor astroso y seco, al ver como los hornos destilaban humo y hermosas lenguas de fuego de múltiples colores, cantaba una vieja canción católica que decía algo así como “Dios mío, por qué me has abandonado”. El horror recorría Europa como un fantasma. Los polacos aplaudían y bailaban al ver a esos altivos judíos ir apilados en esos trenes malditos a Bensen o Treblinka. En esos trenes el hacinamiento era tan atroz que muchos morían aplastados y había veces en donde los muertos permanecían de pie porque no había ni siquiera un espacio para derrumbarse.

Es mentira que este infierno solo lo sabían unos cuantos: todos sabían y todos aprobaban y todos sonrieron y aplaudieron. Y ahora, setenta años después, parece que ni ver un rascacielos de cuerpos secos ha bastado para aprender la lección.

Las arremetidas antisemitas no se limitan a lo que escriben los siempre desocupados mamertos en redes sociales. En Argentina, por ejemplo, ya han pasado a la acción. En cementerios judíos han sido profanadas tumbas y en lápidas se ha puesto en aerosol la añorada esvástica. Vuelven los chistes de mal gusto, el desprecio silencioso, los señalamientos. Se empieza a crear de nuevo esa atmósfera enrarecida que se respiraba a principios del siglo XX en Alemania y que tan bien supo ver Thomas Mann y que las consignó en una serie de columnas. Se prepara otra vez el terreno para una nueva arremetida. La tecnología y la ciencia no se han quedado quietas y como perritos fieles atenderán el llamado de los genocidas cuando vuelvan a necesitarse. Bayern avanzó mucho después de experimentar con niños y ancianos judíos en el hospital de Auschwitz e IBM no hubiera sido el gigante que fue si los nazis no hubieran aportado los recursos necesarios para desarrollar la tecnología necesaria para contar tantas vidas arrebatadas.

¿Cuántos muertos más debe poner la comunidad judía para ganarse el respeto que se merece? Son los sionistas los imperialistas, los asesinos, son los fanáticos de Ariel Sharon los que bombardean, los que matan, los que apresan, los que niegan, los genocidas. No los millones de judíos que enarbolan la bandera de la racionalidad en el mundo, ellos no tienen nada que ver, ellos condenan estos hechos y tienen miedo, son lo suficientemente inteligentes para ver, en el horizonte del tiempo, a un oscuro tirano, envuelto en una túnica, recordándole a una horda de fanáticos que ellos fueron los que mataron a Cristo y al ser acusados de asesinar a alguien que nunca existió, volverán a desfilar por los sangrientos patíbulos.

Ellos saben que la historia no es más que una serpiente que se muerde la cola.

 

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