Aborto y grafiti
Opinión

Aborto y grafiti

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abril 12, 2014
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Suelo llegar tarde a los libros —aún más a los bestsellers— con la vana ilusión de evitar ser descrestado por la literatura de moda. Por esto, llegué tarde a Freakonomics. Un texto que sin falsas ínfulas intelectuales se deja leer y propone divertidas y —ciertamente convincentes— explicaciones. Una de ellas, sugiere —sin quererlo— una percepción equilibrada del grafiti y su dudosa relación con el crimen.

Los autores cuestionan, con éxito, a uno de los mayores obstáculos que ha tenido la práctica del grafiti a nivel mundial: la teoría de las ventanas rotas. Esta teoría creada por dos criminólogos para combatir la violencia y el auge del crimen puede ser resumida así: perseguir  y castigar severamente los pequeños delitos (grafiti) hará que los grandes delitos (homicidios) disminuyan. En la práctica, el crimen disminuyó, pero la teoría —en parte— fracasó.

Freakonomics propone que no solo tuvo que ver el incremento de las medidas represivas aplicadas bajo esta teoría en la reducción del crimen en Estados Unidos, sino que también lo redujo —al menos en un 50%— la legalización del aborto en 1973 debido a una casi matemática, moralmente reprochable y cruda hipótesis: menos hijos indeseados equivale a menos jóvenes con mayor tendencia a convertirse en criminales.

La parcial simpatía que me causó esta derrota numérica e intelectual replantea una de las consecuencias más dañinas que resultó de la teoría de las ventanas rotas: la automática criminalización del grafiti. Desechado ese argumento entonces, es posible concebir esta práctica como un deber ciudadano que incumbe a todos y un posible ejercicio de la objeción de conciencia.

Estamos de acuerdo en que es nuestro deber ciudadano desobedecer lo que creemos incorrecto y dañino, en otras palabras, injusto. ¿No serán entonces nuestras ciudades la materialización arquitectónica de lo incorrecto, de lo corrupto, de lo moralmente deforme? Y por ende ¿No será un mérito de la ciudad el grafiti de sus calles? (parafraseando a Lucas Ospina en La Tenaz Suramericana). En conclusión, ¿No será el grafiti una forma valiosa de desobediencia civil, una representación pictórica indirecta o, al menos, un recordatorio de lo que no está bien, de lo incorrecto?

En segundo lugar, ¿No podría considerarse el grafiti una forma atípica de objeción de conciencia frente a la oficialmente predominante verdad de la pared blanca? A pesar que muchos prefieran las paredes blancas, no significa que este gusto estético —por definición irrebatible— se pueda utilizar para obstruir la presencia del grafiti en la ciudad. Objetable es la dictadura del “no me gusta, quítenlo”.

No obstante, y por mínima coherencia, no se puede admitir que el grafiti se imponga unánimemente sobre las demás opiniones y preferencias. Se trata de equilibrios y consensos. Tan amplio y pertinente es el espacio para la práctica del grafiti en cualquier ciudad, que bastaría algo de organización, tolerancia y autorregulación para hacer posible la convivencia entre la ciudad blanca y la ciudad grafiti.

Hacia allá nos dirigimos… Hasta ahora.

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@CamiloFidel

vertigograffiti.com

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