Violencia sexual en Colombia: lo que nos cuentan las cifras

Violencia sexual en Colombia: lo que nos cuentan las cifras

"Esta violencia ha sido ejercida en la mayoría de los casos por hombres que en contextos culturales, económicos e institucionales se legitiman y fortalecen conductas de apropiación"

Por: Glenda Palacios
junio 28, 2017
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Violencia sexual en Colombia: lo que nos cuentan las cifras
Foto: ilustración - archivo zacatecas.com

Hace poco una compañera afrocolombiana nos contaba la forma como su cuerpo había sido violentado sexualmente. Esta noticia era más aterradora porque el perpetrador que acostumbraba a sus pupilos que lo llamaran tío, no solo es reconocido como un líder afro, sino que desde cuerpo y alma conoce el sistema de opresión en el que están inmersos los grupos étnicos en Colombia. Aquí es cuando una se pregunta cómo su lucha colectiva podía desconocer y contradecir su proceder individual, cómo y cuándo se desdibujaba su discurso antripatriarcal y descolonial para reforzar ante mujeres la figura del amo blanco y dominante que nos asociaba sin alma y como objeto de consumo. Al final, son preguntas que yo no podría responderme, pero si quedaba una sobre la mesa: ¿son estos casos de violencia sexual un fenómeno aislado o hacen parte de una conducta sistemática que experimentamos en el país? Motivada a encontrar respuestas y ampliar el debate, aproveché el consejo de una amiga y las cifras sobre violencia sexual para tratar no solo de responder sino de desmitificar algunas hipótesis.

La Encuesta Nacional de Salud (ENS) en Colombia 2015, en efecto evidencia que existe violencia sistemática a la que han estado expuestas principalmente mujeres. Esta violencia ha sido ejercida en la mayoría de los casos por hombres que en contextos culturales, económicos e institucionales se legitiman y fortalecen conductas de apropiación y de violencia sobre otros cuerpos. Además, si tenemos presente el subregistro estadístico de estos fenómenos, que no solo es generado por el miedo y las amenazas de parte del agresor, sino por la naturalización de estas prácticas en nuestros entornos tan cotidianos como la familia, el trabajo, la religión, las universidades y el sector estatal, creo que deberíamos estar más alarmados.

En el 2015, el porcentaje de mujeres de 13 a 49 años que han sido forzadas físicamente por su pareja a tener relaciones o actos sexuales fue del 7,6%, versus un 1,1% en hombres del mismo rango de edad. Este tipo de violencia presenta una relación inversa con los niveles educativos, los patrones de riqueza y la ubicación geográfica (de la periferia al centro). Específicamente, mientras las mujeres víctimas que solo cursaron primaria fueron el 9,6%, este porcentaje se ubica en 5,5% para aquellas que terminaron educación superior. Si lo analizamos por el grado de riqueza, este patrón de victimización se repite, la violencia se concentra en los quintiles de riqueza bajo y medio (8,8% y 8,3%) en comparación del quintil más alto (5,9%). En relación a las subregiones, las periferias dan un paso adelante, mejor dicho otro paso más atrás, subregiones como el Litoral Pacífico (12,0%) presentan más violencia sexual contra las mujeres por parte de su pareja, en relación con subregiones como Valle sin Cali ni Litoral (6,9%) y Bogotá (7,5%).

Entre las principales consecuencias emocionales y físicas por causa de la violencia, las mujeres afirman pérdida de interés en las relaciones sexuales (44,4%), disminución de autoestima (31,1%) y enfermedades mentales (22,3%), mientras que los hombres con unas diferencias significativas, reportan entre sus principales afectaciones la pérdida de interés en las relaciones sexuales (17,0%) seguido por la disminución de la productividad en el estudio o trabajo (12,4%). Es decir, que estas violencias traspasan las esferas privadas a afectar ambientes laborales y académicos, que podrían acarrear consecuencias negativas sobre los salarios, la eficiencia laboral, la producción de conocimiento y otro tipo de habilidades cognitivas y no cognitivas.

La respuesta ligera de muchos quienes no han estado involucrados en estas situaciones, es que estos patrones de violencia se repiten porque a las víctimas les gusta ser violentadas, incluso, algunas personas afirman sin reparo que estas sujetas exigen estos actos de violencia como prueba de amor. Pues no, esto es un mito machista que los datos lo desmitifcan. La encuesta evidencia que estas mujeres de 15 a 49 años que han pensado en separarse en los últimos 12 meses, es principalmente por violencia física, sexual o psicológica que han experimentado por parte de sus parejas (29,9%). Estos porcentajes son más altos en las subregiones del Litoral Pacífico (58,0%), Bolívar Sur, Sucre y Córdoba (56,6%) y contrastan con la subregión de Medellín A.M (35.4%) y Cali A.M (36,8%).

Lamentablemente, estas violencias también traspasan la frontera de lo doméstico y de lo interno, para encontrarlas ejercidas por otros machos, que aunque no tengan un vínculo amoroso que los hace propietarios de unos cuerpos, como lo valida el matrimonio cristiano y la sociedad patriarcal en la que vivimos, también se mimetiza en otros hombres para seguir violentando cuerpos.

En la pregunta sobre violencia física, psicológica o sexual de personas diferentes a la pareja, se encontraron los siguientes resultados. El 4,5% de las mujeres manifestó que otra persona diferente a su pareja la había forzado a tener relaciones sexuales versus un 1,0% en hombres. Los agresores siguen siendo en la mayoría de los casos, las exparejas (19,3%) o un hombre pariente suyo (14,3%) o conocido (14,0%). Mientras que las personas que las han obligado a actos sexuales son “otra persona pariente suyo” (23,7%), otro (23,3%) y la madre/padre (21,0%).

Justo ahora, usted y yo nos deberíamos estar preguntando lo mismo ¿Dónde está la presencia gubernamental? ¿Dónde opera y actúa la defensa por las y los sujetos sometidos a prácticas de vulneración de sus derechos? Pues bien, las entidades gubernamentales afirman que su margen de acción inicia cuando existe un denuncio, de lo contrario, allí termina su responsabilidad. Si esta afirmación no hace parte de un sistema patriarcal, digame usted qué más, no es necesario vivir bajo situaciones traumáticas, para entender lo que significa ser víctima y las pocas posibilidades e incentivos que existen de romper este silencio.

Como podría esperarse, los menores porcentajes de mujeres que denunciaron se encuentran en la zona rural (16,5%), en mujeres sin ninguna educación (17,9%) y en los quintiles más bajos de riqueza (15,6%). Las subregiones donde el porcentaje de denuncia por violencia en las mujeres es más bajo son: Guajira, Cesar, Magdalena (11,9%), Barranquilla A.M. (12,3%) y Bolívar Sur, Sucre y Córdoba (12,5%). Si recuerdan bien, justo son las subregiones donde se registra mayor violencia sexual por parte de la pareja y ex pareja.

Por tanto, creo que mejor deberíamos cambiar la pregunta, y si bien es necesario preguntarnos por la presencia estatal, yo los y las invito a que nos preguntemos ¿quién en medio de tanto miedo, frustración, dolor, burocracia, se animaría a denunciar? Por ejemplo, acá no se escapan las fallas institucionales, los centros de atención a víctimas de abuso sexual, solo atienden de lunes a viernes de 8:00 a 6:00 p.m. Con el agravante, que los casos de violencia sexual se presentan principalmente en regiones con mayores vulnerabilidades, tales como mayor nivel de pobreza, mayor tasa de desempleo, menor acceso a salud y menores puntajes educativos. Es decir que las víctimas sufren múltiples flagelos.

Además de lo anterior, según la ENS, los resultados de las denuncia que pusieron las mujeres víctimas de violencia fueron los siguientes: “en el 21,1% de los casos de las mujeres víctimas que denunciaron se sancionó al agresor, en el 29,5% de los casos la víctima fue citada a conciliación, en el 28,2% de los casos el agresor no recibió sanción o no se presentó, en el 22,1% al agresor le prohibieron acercase a ella y en el 5,7 % le prohibieron volver a entrar a la casa”.

Estas cifras nos permiten decir que existen incentivos claros por parte del agresor para continuar con sus prácticas, más cuando en un 28% de los casos que se denuncia no pasa nada. Por el lado de la víctima, existen factores estructurales, donde se presentan unas relaciones asimétricas de un juego que termina siendo suma-cero: la dependencia económica, la sumisión femenina reforzada por modelos religiosos y otro tipo de vulnerabilidades que no de le dan mucho margen de acción para dar fin a estos abusos.

Frente a tantas inercias estructurales, aún falta mucho camino por recorrer. Sea que esto suceda en un ambiente doméstico o fuera de él, es un asunto de todas y todos, porque la violencia no solo afecta lo doméstico ni lo interno. He escuchado historias de profesores en zona rural que ven llegar a sus estudiantes víctimas de abuso sexual pero deben callar por las amenazas. He visto cómo mis compañeras ceden involuntariamente ante las peticiones de sus parejas para no ser víctimas de traición. Ahora veo cómo se sigue reproduciendo en nuestra cotidianidad con mujeres que han puesto la confianza en hombres que

Estimadas (os) lectores, si usted está sorprendido frente a estas cifras y frente a la incidencia de las entidades gubernamentales, le recuerdo que son un subregistro, y si no lo está y además usted sigue sin creerme, le propongo que le pregunte a su hija(o), a su madre, a su padre, a su hermana(o), a su amiga (a), a una persona muy cercana o mejor a usted mismo ¿cuántas veces ha recibido alguna insinuación sexual en condición de indefensión? O recuerde, ¿cuántas veces cuando era un niño algún vecino adulto lo tocó por supuesta equivocación y le dijo que no le contara a su mamá? Allí inicia la violencia sexual, ¿o acaso usted cree que esta solo es grave cuando se es vulnerado físicamente?

 

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