Un país de sinvergüenzas

Un país de sinvergüenzas

Los hornos crematorios del paramilitarismo no han generado un ápice de indignación, comparados con la irrupción indígena a Semana...

Por: Lizandro Penagos Cortés
octubre 06, 2023
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Un país de sinvergüenzas

Una persona sinvergüenza está segura de que actúa correctamente. No siente culpabilidad por romper las normas sociales e incluso las leyes y menos que deba reparación alguna por el daño ocasionado. Su memoria es corta y su inteligencia limitada a conveniencia. Los cimientos de su personalidad –porque obvio la tienen– no atienden una estructura ética o moral, sino una condición emocional básica que nunca está a la altura de las circunstancias.

Lo que está pasando en Colombia es que todo se justifica ya no con argumentos, sino con esguinces y mañas cínicas y acomodadas. La secta corrupta y paramilitar en nuestro país comprueba todos los días que lo único que le importa es la riqueza a como dé lugar porque otorga poder. No importa lo que se diga y haga con tal de acceder y entronizarse en él. La democracia y la justicia, son embelecos para ellos.

Los hornos crematorios del paramilitarismo no han generado un ápice de indignación, comparados –demos por caso– con la irrupción indígena a Semana o la renuncia del alcalde de Medellín, al que querían revocar.

Las cortinas de humo de la mayoría de medios de comunicación intentan todos los días tapar la inmundicia, la porquería, la hediondez y la putrefacción moral de la nación, representada en quienes han detentado el poder, lo detentan y quieren perpetuarse en él. Y ojo, que la sinvergüencería no tiene color o partido específico y recorre oronda la realidad nacional.

¡No puede ser que un país decente no se levante moralmente ante los hornos crematorios! Bueno, pero por qué habría de hacerlo cierto, si tampoco se levantó cuando supo de masacres en fila para no gastar munición. De fosas comunes a lo largo de la geografía nacional llenas de inocentes asesinados en los mal llamados ‘falsos positivos’. De descuartizamientos a punta de motosierra para arrojar muertos a los ríos y al mar. De cabezas con las que jugaron fútbol mientras los victimarios reían a carcajadas. De enemigos arrojados vivos a las fauces de las fieras en zoológicos privados. De otros dados en porciones a los perros de sus fincas de recreo. Colombia es un país lleno de atrocidades y de sinvergüenzas.

Aquí hasta el designio más trágico se vuelve chiste, porque los sinvergüenzas lo ridiculizan. Hasta los programas de humor (último bastión del periodismo serio en algún momento de nuestra historia) desinforman, manipulan y tergiversan en defensa de los intereses de sus patrones.

Estamos llenos, inundados, de Poncios Pilatos que se lavan las manos, pero ni siquiera porque ellos las tengan untadas de sangre. No. Son perros guardianes, mandaderos serviles de quienes han detentado el poder y son los señores de la guerra y de los negocios. Ni su carácter ni su conciencia les alcanzarán a algunos que fungen como periodistas para acercarse siquiera a la figura de Judas Iscariote, porque no los mueve la convicción sino la avaricia.

En la III Cumbre Global sobre Desinformación una de las conclusiones es que los periodistas más reconocidos son los que más desinforman. Se creen famosos cuando el mayor de sus fundamentos debe ser el respeto por el otro, como bien lo expresó Rysard Kapuściński.

Qué más debe pasar para que Colombia levante la voz y la cabeza, para que se sacuda y cambie. Pasa de todo y no pasa nada. Para que los pañuelos se alcen y no sólo sequen lágrimas, mocos y babas. El sistema está montado sobre unas bases donde todo se justifica. Donde todo se hace leña. Somos un país de sinvergüenzas. Los de arriba y los de abajo. Los que dominan y los dominados. Y los de la mitad y los de todos los lados y posiciones. Por infligir y por soportar. Por encañonarnos los unos y los otros, encoñados del individualismo.

Es absurdo preguntarse qué pasa por la mente de estos periodistas, porque piensan con el bolsillo y con el ego inflado. Hace décadas –dos siglos, podría decirse–, el poder, la corrupción y un sector del periodismo, están en contubernio. Es una cañería eterna. Son los mismos dueños de una justicia desteñida de ética y teñida de pus, que se utiliza como un arma en contra de los opositores. Sinvergüenzas que hablan de paz, justica, equidad, transparencia, compromiso, solidaridad, responsabilidad y todos los valores sin un ápice de ellos en su vida.

El gobierno de Petro no ha cambiado el panorama, sólo lo ha ensombrecido más. Contra la metástasis del Estado y la sociedad, es poco lo que pude hacer un solo hombre. El cambio nunca llegará desde arriba ni en cuatro años. Es ingenuo pensar que la salida está en las manos sucias e infestadas de sangre, de quienes nos han gobernado por siglos.

Ya no se matan caudillos como Gaitán o Galán, es cierto, ahora su proyecto es sistemático y periódico: socavar el pensamiento con un periodismo basura, menospreciar las bases populares y estigmatizas. Y, por supuesto, revivir al enemigo, porque el cambio asomó la cabeza y les pegó el susto. El cimbronazo activó todas las formas para hacerse de nuevo con el poder y una clave, es a través del periodismo, del mal periodismo.

Esa otra guerra que por 50 años culpó con saña a las Farc-Ep de todas las desgracias de la nación –y sí hicieron mucho daño–, hoy se sabe se intentó apagar con más combustible y con “ríos de sangre”.

Pero por qué no reaccionamos. Por qué si en las redes circula la contrainformación a los medios tradicionales. Por qué si es general el malestar ante los medios cuyos propietarios son los dueños del poder y quienes eligen a sus ñañas para gobernar. Me atrevo una respuesta: la tarea ya está hecha, el triunfo de la manipulación es que el manipulado no sea conciente de su situación.

Gonzalo Guillén o Daniel Coronell o María Jimena Duzán o Julián Martínez, o cualquier periodista sensato, debe informar lo que la mayoría se niega a aceptar. El periodista argentino Martín Caparrós asegura que si bien en algún momento se dijo que hacer periodismo es contar lo que alguien no quiere que se sepa, en tiempos como estos se puede suponer que hacer periodismo es contar lo que muchos no quieren saber. Hay un estreñimiento del entendimiento, en medio de tanto desgreñe sinvergüenza.

Por cuenta de las redes, de la profusión incesante de información falsa que se masifica en tiempos asombrosos, vivimos una era de la desinformación donde ya no sólo es necesario informar, sino derrumbar informaciones falsas que hacen de la tarea periodística y la construcción de contenidos, un desafío permanente que requiere de una transformación del ejercicio. Se miente sin una pizca de vergüenza.

Ese es el aprendizaje social en esta cultura de la prisa y la ignorancia, una sociedad donde la dignidad no vale nada y en la que no hay remordimiento por la transgresión.

Hoy la mentira tiene mayor difusión que nunca y por eso no basta con contar la verdad, afirma el periodista y escritor español Javier Cercas, sino que hay destruir las mentiras, sobre todo las grandes mentiras escritas como grandes verdades.

Hay que desenmascarar a las personas sinvergüenzas para que los sueños se vuelvan realidad, para que la vida siga su rumbo, y no la estupidez y la muerte, como si nada.

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