Mis muertos punk
Opinión

Mis muertos punk

Por:
julio 10, 2015
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“¿Para qué –creo que pensé– va uno a hacer
lo que ya sabe que puede hacer?”
Fogwill

 

La película es de 1987, se llama The running man, acá la vimos como Carrera Mortal y está basada en un libro de Stephen King. Fue dirigida por Paul Michael Glaser y protagonizada por Arnold Schwarzenegger, en el momento en que era una superestrella. Aunque la película no es buena está llena de cosas asombrosas. Schwarzenegger tenía cierto criterio por aquella época y esta vez aceptó una idea buenísima: interpretar a un policía caído en desgracia que debe participar en un reality  de gladiadores futuristas en un set de televisión. Schwarzenegger lucha por su vida y la de María Conchita Alonso, en medio de trampas mortales, tipos armados, motosierras y explosiones. En un momento escapa y se une a los revolucionarios para liberar América. Todo termina con los revoltosos irrumpiendo en el set y con Schwarzenegger matando al animador del show, que ejerce el papel de un dictador mediático. El público contempla la revolución como una nueva forma de entretenimiento. Era una de las películas preferidas de un amigo punk. Un amigo punk que en sus mejores borracheras, cuando nos sentábamos a amanecer en el Caballo o tirados por ahí en el Bosque de la Universidad, disfrutaba contando las mismas escenas una y otra vez y, aunque yo apenas la había visto, soñábamos con la idea de incendiar algún día los estudios de televisión de cualquier puto canal nacional.

 

Daniel Mitchell. Punk gets BIG! in China

Daniel Mitchell. Punk gets BIG! in China

 

Estoy viendo la película de nuevo, The running man es violenta y divertida, pero nada más. El placer del público consiste en ver cómo Schwarzenegger mata de modo brutal a todo el que se le cruza. La televisión me trajo entonces la imagen de mi amigo punk con su risa pegajosa y su chaqueta de cuero y sus pantalones gastados y sus botas enormes; y aunque yo aún sueñe con incendiar algo un día, y aunque mi amigo punk esté muerto y ya no le importe, algo muy cercano a la tristeza vino y se instaló de repente en algún lugar cercano a mi memoria. Había una gran sintonía entre nuestros fantasmas. A mi amigo punk le gustaba leer historias de punks. Un día, le regalé unas fotocopias viejas de Muchacha Punk,  el cuento que hizo famoso a Fogwill, el mítico escritor argentino. Muchacha Punk comienza así: “En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera —me atrevería hoy a demostrarlo—, eran un amor: eran eso y solo eso eran". Mi amigo punk creía en el amor. Semanas después ya se había leído casi todo lo que se conseguía en internet. A las conversaciones sobre la trusa dorada que Schwarzenegger usaba en gran parte de la película, le añadimos la imagen de Fogwill, que para nosotros era como un santo patrón de la decadencia; pero también de la esperanza. Porque ser punk para mi amigo punk, era ser feliz y reírse con su risa de niño con cresta, era enamorarse cada viernes y patear las calles del infierno con sus otros amigos punk. Yo no sé dónde está mi amigo punk justo ahora. Lo cierto es que por ese tiempo nos drogábamos con nostalgia y soñábamos con cosas imposibles. Cosas que aún hoy son premisas elementales en nuestra  feliz desgracia. Un día me pasó un PDF de Fogwill, un libro poderoso  que yo no conocía y que se convirtió en un oráculo. Mis muertos punk fue, durante mucho tiempo, una guía para mi escritura; pero Fogwill era un tipo listo y nunca se dejó imitar. Su inteligencia era aguda y por ratos “alienígena”, como alguna vez la calificó Leila Guerrero. En la mayoría de las fotos que le tomaron y que ahora inundan internet aparece con los ojos desorbitados, como esperando una patada invisible. Fogwill era un outsider. Igual que Hemingway, tardó años en construir su propia leyenda, el personaje desde donde escribía. Creo que por eso le gustaba tanto a mi amigo punk. Ambos sabían cómo odiar a los que buscan concordancia entre sujeto y predicado, a los que antes de empezar un libro están diciendo cómo lo van a escribir, a los que no saben de qué se trata ser un punk que sueña con el mar,  a los que planean la vida como si de eso se tratara. Fogwill también se murió. Ya van cinco años de eso. Sin embargo, los dos aún vagan ebrios por mi cabeza, quizás porque eran dueños de esa inteligencia “alienígena” que tiene que ver con lo vital, con la posibilidad de mirar el abismo propio y de ser real. Esa inteligencia,  que en otras palabras, tiene que ver con el riesgo, con la valentía.  Fogwill escribía este tipo de cosas: “Yo creo con fervor, y me atrevería a demostrarlo, que toda muerte es una precipitación acumulada de la vejez.” En ese tiempo éramos niños viejos que jugábamos a lo mismo. A patear cosas por ahí mientras esperábamos a que algo pasara. Los dos se murieron el mismo año, y aunque el recuerdo se desvanece por momentos, creo que siempre han estado aquí, dándome palmadas en la cara cuando creo ganar algo de optimismo. Cuando empiezo a ser feliz.

 Rodolfo Enrique Fogwill (Quilmes, Buenos Aires, 15 de julio de 1941 – Buenos Aires, 21 de agosto de 2010)

Rodolfo Enrique Fogwill (Quilmes, Buenos Aires, 15 de julio de 1941 – Buenos Aires, 21 de agosto de 2010)

En 1980, Fogwill, fue premiado en un certamen literario y publicó Mis muertos punk, el que sería su primer libro de relatos, y en donde, de un solo golpe, dejó sentadas las bases de la leyenda. Rechazó las condiciones de publicación estipuladas en el Concurso Coca Cola —el patrocinador del premio que acababa de ganar—, y redactó para la contratapa una fábula que ilustraba los vínculos entre literatura y el mercado en la cultura de masas. Ese gesto primario, constitutivo de su figura de autor, señaló no solo una conciencia crítica sino el tipo de pensamiento que lo acompañaría hasta su muerte en 2010. Eso nos gustaba de Fogwill, esa actitud punk ante la vida. El más punk de todos. “Escribir es filmar directamente contra la pantalla”, dice en alguno de sus cuentos. A veces creo que vivir también. “Quiero escribir-vivir”, dice uno de sus personajes. A veces creo que la vida y la escritura se confunden. Que la vida es como una película ochentera que uno repite y repite en su cabeza y que se proyecta en el cielo cuando uno recuerda a sus muertos. La tristeza crece, ya no quiero escribir más. Apago el televisor. Schwarzenegger se ha largado. En la pantalla muerta y gris del televisor queda solo la pena.

Sobraz, la legendaria banda de mi amigo punk. 

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