Un bolardo en el corazón
Opinión

Un bolardo en el corazón

No pretendo darle tanta importancia al pendejo del alcalde, sino recordar por un segundo que el ejercicio de la ciudadanía es también el ejercicio de la rebeldía

Por:
enero 22, 2016
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No están siendo días fáciles. Resulta duro ver cómo se van siempre los mejores. Tiene uno cierta sensación de orfandad, de desamparo, cuando desaparece gente valiosa que encarnó la rebeldía de una época pasada. Yo a veces estoy deprimido por las cosas de la vida y pienso que todo es absurdo y son vanos nuestros afanes y nuestras renuncias. Entonces me detengo a pensar en toda esa gente que votó por el alcalde de la ciudad en donde vivo y recuperó de pronto la alegría. Hay algo redentor en ver a un semejante que se equivoca y justifica su derrota a sabiendas de conocer su pútrido destino. Me gusta vivir aquí, creo que esta ciudad tiene su encanto en los colores que la rodean, en las imágenes que decoran los puentes, en el olor a orines que aromatiza las esquinas, en el ruido que agobia los oídos de los más castos. El otro día leí en El Espectador una noticia que me hizo sonreír aún más: “Carrera 7ª peatonal se liberó de vendedores ambulantes”. Causa desolación comprobar cómo nos vamos transformando en héroes entre lo ajeno y en miserables entre lo propio. Causa una indignación profunda para quienes vivimos aquí que alguien venga y desorganice esa casa desorganizada  que hemos habitado y construido desde la humanidad, no desde las urnas. En cualquier conjunto de vecinos se responde a cualquier acto fuera de lugar con una demanda o por la fuerza. Y de seguro hay quienes se divierten aún más con todo esto: la autoridad por encima de la razón, “El orden y el control funcionan”, dice una concejal de la ciudad refiriéndose a lo fría que luce la séptima esta mañana, feliz porque el Michael Jackson del Terraza Pasteur tendrá que buscar un solitario lugar para llorar mientras hace el moonwalker.  Yo creo que en realidad no hay ninguna nobleza en convivir, lo verdaderamente noble es protestar. Y se protesta dentro de uno, de dientes para dentro, aunque no haya ganancia alguna de por medio, ni por otro lado agravio que considerar. Se protesta mediante la dignidad, colonizando las calles, bautizando las noches, escupiendo los restos de los dientes que nos tumban a patadas sobre la tierra mojada para que crezcan bolardos carnívoros que devoren todo el asco que produce un sistema que solo ostenta su fuerza y su podredumbre contra todos los que habitamos esta ciudad de nadie.

john redes

No pretendo darle tanta importancia al pendejo del alcalde, tampoco pretendo que toda discusión sobre los cambios  importantes que la ciudad necesita desaparezca, sino recordar por un segundo que el ejercicio de la ciudadanía es también el ejercicio de la rebeldía. Y que es necesario, desde nuestras dinámicas personales y colectivas, estar preparados para enfrentar la jauría de sus no tan justos perros. Por una vez no pretendo aquí descubrir cuánto hay de falible en nuestros gobernantes y cuánto hay de falible en nuestros sistemas, sino cuánto hay de mezquino en nosotros. Y cuando digo nosotros me refiero a quienes caminamos por este valle de sombras, a quienes juzgamos en voz alta mientras subimos nuestra mejor cara de furia como foto de perfil, a quienes asentimos con la cabeza como esas figuritas de animales que decoran los taxis. Me refiero a todos los que tenemos una responsabilidad con esta ciudad que nos ha abierto las puertas y nos la ha cerrado en los dedos.

Yo sé que las opiniones no son necesarias, que tanta opinadera apesta. Sin embargo, creo que carecer de opinión frente a los asuntos no es sensato, y hoy más que nunca es importante pensar en la ciudad, en el antes y el ahora, en ese futuro que quizá nunca sea nuestro, tan solo porque somos el futuro de alguien más. Sé que hablo desde la nostalgia de alguien que no es de aquí, pero que se agüeva cuando todo lo que quería de Bogotá desaparece entre las carcajadas de quienes solo conocen las formas del miedo. No me gusta pensar en ellos aunque me hagan reír, porque su olor es tan distinto, porque son todo lo que nunca fuimos mis amigos y yo, así que solo puedo continuar observándolos de lejos, con temor, incapaz de desviar la mirada, cautivo de sus bailes y banquetes y danzas, como el carroñero insignificante que observa a un león de la sabana. Esperando, tal vez, el día de su caída.

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