Dónde están los malditos juguetes
Opinión

Dónde están los malditos juguetes

Una nostálgica evocación en enero, el mes condenado a ser lunes eterno, una tarde sin juguetes

Por:
enero 08, 2016
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La infancia es una etapa necesaria. Lo es por razones evidentes. La ausencia de deudas, por ejemplo. La libertad de ir y venir. La mutilación anatómica de insectos. O el placer absoluto, salvaje, incomparable de patear cualquier cosa con los zapatos prohibidos. La infancia es un paraíso que se pierde. Sucede por la maldita acción del tiempo y todo suele terminar con un adulto que llora en un diván frente a otro adulto que asiente y toma notas. Los motivos del drama tienen que ver con todo eso que supuestamente ya no podemos hacer. También con una certeza dolorosa e irrecuperable: el mundo brilla más cuando eres niño. Los colores son más intensos, el milagro es cotidiano. Aguarda entonces la sorpresa en cualquier lugar y esa sorpresa consigue sobrevivir a la rutina. Se concentra la fascinación en rincones que quedan al alcance de la mano. El cajón de los juguetes, que a veces es una canasta y a veces un baúl, que en tiempos fue incluso una lata de galletas, es uno de esos lugares favorables al prodigio. Recuerden aquel momento feliz y caótico. Sacar los juguetes era dar lugar a un espectáculo inconfundible e inaugurar un ritual único en medio de dinosaurios, figuras deformes y basura de toda clase. Tuve pocos juguetes en mi infancia, pero tuve amigos que los tenían a manos llenas y eso cuenta.

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Es enero, y poco a poco el ruido de la fiesta termina, la rutina coloniza nuevamente las marcas que diciembre dejó en nosotros: la vuelta a la ciudad propia, la familia, la comida, la real naturaleza del encuentro. Enero está condenado ser un lunes eterno;  una tarde sin juguetes. Durante las vacaciones estuve en casa de mis viejos y escarbando en la montaña de objetos que fui dejando en el camino, encontré vestigios de robots y autos sin ruedas y fichas de juegos incompletos,  la aparición de uno solo de esos juguetes bastó para doblar al adulto que crece en mí, para hacerle dar un paso atrás y provocarle la exhalación de un profundo suspiro melancólico. Ese puñetazo fantasma en el estómago. A nadie puede extrañarle que hoy los sencillos juguetes con los que crecimos adquieran precios llamativos en los portales de subastas. Como antigüedades no tienen mayor interés, pero su poder de evocación es absoluto: brillan como un día brilló el mundo. Lo hacen solo ante los ojos de quien fue su dueño en otro tiempo. Recuperar, aunque sea durante un instante, esa fascinación no es ningún juego. Acuérdense del poderoso Super Triumph y sus maravillosos ataques.

Suele decirse que las ciudades son monstruos de asfalto, escenarios inhumanos, laberintos asfixiantes. Suena tremendo, pero no es del todo justo. Las ciudades son también perfeccionados refugios. Tanto, que incluso cuidan del espíritu de sus habitantes y a su manera les ofrecen consuelo. Las ciudades disponen de sus divanes para adultos en horas bajas, lugares donde encontrar la calma y recuperar paraísos extinguidos. Son rincones donde aún es posible sentir la fascinación, dar un paso atrás, exhalar un profundo suspiro melancólico. Anochece y desciende el funicular desde la altura breve de Monserrate, entre los cerros oscuros y la neblina sombría, igual que cada noche. Y de pronto Bogotá, esa ciudad a la que vuelvo después de todo, es un cesto de juguetes regados por todas partes.

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