La noche afuera
Opinión

La noche afuera

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julio 15, 2014
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A las 23:30 el comando policial deja el centro de Medellín. Por una vía maltrecha y sinuosa se dirige a Santa Elena, en la ladera oriental de la ciudad. A medida que los jeeps trepan y los vidrios delanteros se empañan, las conversaciones de los agentes se apagan. Concentran sus miradas en la ruta que soporta la lluvia menuda y repiten de tanto en tanto las coordenadas: una fonda, una caseta, una casa, la antena de la emisora Radio 15, la tumba, un riachuelo.

El jefe del B2 de la IV Brigada, el Juez Tercero de Instrucción Penal Militar y el Jefe de Estudios Criminológicos de Decypol dirigen el operativo que tiene en vilo al presidente Misael Pastrana, a los altos mandos de la inteligencia policial y militar, al arzobispo de Medellín y a una joven capaz de doblar cucharas, encontrar objetos extraviados y comunicarse con sus seres amados residentes a mares de distancia.

Al llegar a la fonda El Placer, los agentes concentran su atención en el sendero oscuro y escarpado que lleva a la caseta, a la casa, a la antena. Pocos metros más adentro observan que la maleza ha sido cortada. Unos pasos después, cuando resbalan en el barro producido por la lluvia sobre la tierra recientemente movida, deciden detenerse y catear.

Abren la boca de una covacha lapidada con barro y helechos. A menos de un metro dentro de la pared del barranco, chocan con algo de materia distinta al vegetal de los bosques o al mineral de la tierra. Sueltan las herramientas y se ocupan con sus propias manos del hallazgo. Lo agarran, lo arrastran y lo exponen a la luz de linternas y reflectores. Desanudan el atejo y descubren el cuerpo de un hombre de más de 70 años: atados sus tobillos, amarradas sus muñecas, amordazado –boca y nariz– con tiras de esparadrapo, vestido con traje de paño azul a rayas blancas y zapatos dispares.

A las dos de la mañana del 18 de octubre de 1971, los agentes anotan que el hombre ahí tendido murió unos doce días antes, por estrangulamiento y golpes contundentes que le destrozaron la cabeza. Después de tres horas de inspección en el campo y apenas la luz del sábado descubre el desorden de la fosa, los charcos formados por la lluvia en los caminos y los estragos de la mala noche en los ojos de inspectores y asistentes, los agentes embalan el cuerpo en una caja de cartón y se dirigen con él a Medellín donde las cadenas de oración no se interrumpen desde el 8 de agosto.

La tarde de ese día varios hombres incursionaron en una casa de El Poblado, llamada El Castillo. Uno de ellos se abalanzó sobre su dueño, Diego Echavarría Misas, cuando intentaba protegerse en el interior. Lo encuelló, lo encañonó y al informarle que estaba secuestrado lo sacó de su paraíso, una mansión exquisita, caprichosa y rodeada de jardines donde, según la leyenda, habitaban seres de fantasía. El silencio se hizo piedra cuando el jeep color crema, conducido por los secuestradores, bajó por la loma de Los Balsos, tomó la avenida El Poblado y se perdió en la tarde que ya era noche en Medellín.

El silencio, que suele ser hermano del miedo o de la indiferencia, no se rompió ni cuando el presidente Misael Pastrana anunció, a través de varias emisoras, que el cuerpo hallado a medianoche, en la soledad de la montaña, era el de Diego Echavarría Misas, un hombre que supo hacer de la abundancia fuente de disfrute y generosidad.

Después del funeral en el Cementerio de San Pedro, Medellín agachó la cabeza ante el secuestro. Narró la historia de Diego Echavarría como si fuera un cuento de hadas con un mal final y sembró en la memoria el pánico y la confusión. Hoy, cuarenta y tres años después del asesinato, El mundo de afuera novela la vida de la familia de El Castillo: riqueza, extravagancia, genialidad, capricho, lujo, fantasía y oscuridad. Tampoco la literatura usa la luz de la ficción para iluminar alguna verdad. Un manto de neblina envuelve a la víctima que le dice al verdugo: “Haga lo que tenga que hacer, hombre”.

Ante una escena tan desprolija como esa, solo queda volver a los periódicos viejos y leer al cronista Pedro Nel Córdoba, maestro de ese relato imperfecto que nos acerca bellamente a la verdad. Repito frases sueltas: enterrado casi a flor de tierra/ desplazamiento de los sesos/el frío y la lluvia/ las sombras y el misterio. Con la hoja del periódico apenas sostenida entre las manos, entro por fin en el túnel de un duelo que debería ser el de toda la ciudad.

 

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