Cuando llueve en Medellín
Opinión

Cuando llueve en Medellín

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septiembre 23, 2014
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Gloria Serna intenta encender un fogoncito de leña en el centro de su cocina. Ha cruzado tres troncos secos en medio de dos piedras y rellenado el fondo con ramas frágiles y papeles viejos. La primera llama deja ver cómo cierra los ojos cuando se apresta a echar viento con su boca convertida en pequeña trompeta. Una vez aviva la hoguera, vuelve los labios al reposo y fija la mirada en el progreso de la candela. De esa vigilia la saca un golpeteo seco y constante en el techo de su casa. Levanta los ojos como si pudiera ver a través del latón: ¡agua!, celebra. Deja que las llamas prosperen según sus aires y se apura a emprender una nueva tarea. Distribuye canecas, garrafones, baldes, ollas y la bañera de su bebé a lo largo del pasillo justo donde el agua forma hilos; y se sienta como guardiana en turno a cuidar cada gota.

Desde Altos de la Torre, donde vive Gloria con sus seis hijos hace cinco años, un aguacero sobre Medellín se ve como una pintura exquisita para melancólicos. La línea gris que marca el avance de la lluvia parece una cortina de humo suave que va cubriendo lo más reluciente y en algún momento parece que la ciudad es una fotografía sin matices, sin tiempo. Pero en Altos de la Torre, y sus vecinos Las Golondrinas, Llanaditas y Pacífico, una llovizna, un aguacero o una tempestad es un acontecimiento memorable para las cinco mil familias que viven allí, en la pendiente del cerro Pan de Azúcar: las aguas de la quebrada La Castro se robustecerán, el tanque comunitario se llenará, habrá agua para echar a correr por las mangueras de dos pulgadas que serpentean por la montaña, y unas horas después ( de día o de noche, en la madrugada o al caer el sol) las mujeres, prendidas a los lavaderos, estarán estregando ropas, sábanas, zapatos, niños y mascotas. Y mientras el tanque de arriba se llena y el fontanero distribuye los turnos para la apertura de las válvulas, chocolateras y bañeras también sirven como depósitos.

En tiempos de sequía, así dicen en Altos de la Torre cuando pasan más de cinco días sin lluvia, todo el paisaje se tiñe de marrón. El polvo se pega de las paredes, de las camisas, de los zapatos, de los labios. Cuando Gloria se pasa la lengua por los labios y los palpa agrietados y toscos sabe que sus niños se están secando como si fueran rosas en el desierto. Entonces, agarra un garrafón y sale mundo abajo a mendigar. Camina por senderos de cemento que también son el trazado de las redes que el gobierno de Medellín ha construido

durante los últimos años. Lee las letras repujadas en las tapas de hierro. En unas escribieron acueducto y en otras alcantarillado; en algunas 2010, en otras 2011. Pero en su mente resuena julio de 2015, la fecha que pregonan los líderes del barrio como la última prometida para que los viejos, los jóvenes y los niños de la parte alta de la comuna 8 disfruten por primera vez de un baño bajo el chorro de una ducha. En un año se acabará esta faena piensa: pedir agua en las casas vecinas, pagar dinero para que un muchacho le suba los garrafones, batirse a golpes para recibir un galón o un botellón como los que donaron hace una semana desde un par de furgones que llegaron de sorpresa al barrio, o levantarse a las tres de la mañana cuando escucha que el agua se abre paso por la manguera que bordea su casa y a esa hora lavar la ropa, cocinar el arroz, trapear el corredor y bañar a los niños.

La lluvia de este sábado 20 de septiembre de 2014 entusiasma a Gloria que lavará el sanitario y toda la loza después de enjabonar su uniforme pues hoy trabajó. Vestida con overol caqui recorrió los senderos de cemento, los caminos de tierra y las rutas laberínticas y empinadas que allí solo pueden ser una línea de más de dos kilómetros de escalas. Durante siete horas alzó bolsas y lidió con costales repletos con los deshechos de diversa índole que las familias acumularon en los últimos tres días. Al hombro y en carretas acercó las basuras a El Plan de donde las sacará el carro recolector. Ahora, mientras llueve, cuenta los días para que le paguen 192.000 pesos por ocho jornadas de trabajo al mes y mira cómo el agua va subiendo al tope de la caneca. Tiene ganas, dice, de sacar un poco, calentarla en el fogón y echársela en el cuerpo bien despacio.

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