Las historias del Lola
Opinión

Las historias del Lola

Por:
septiembre 09, 2014
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Durante varios días Kevin Ruíz vagó por los pasillos del colegio. Miró los rostros de los compañeros, observó los gestos de los profesores, reparó las risas de las niñas y buscó en su memoria una historia significativa para convertirla en relato. Aún lejos del Lola González, mientras que pateaba balones en las canchas del Deportivo Independiente Medellín, seguía agitando palabras como si por arte del buen juego fueran ellas a dictarle un buen relato: barrio, paloma, perro, calle, zanja, acuarela, colibrí… pienso yo que pensaba él. Y luego volvía a su letanía de buen jugador: quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuna… descanso. Lluvia río, camino, ceiba, amarillo, azucena…

A Kevin la inspiración no le llegó vestida de tules luminosos como se imaginan los niños poetas. A él se le presentó en la voz delicada de una colegiala desconocida que le manifestó su deseo de  contarle una historia. Kevin y su nueva amiga se sentaron a conversar un miércoles en la mañana. Ella, tímida y desconfiada, soltaba gotas de la historia que caían densas como si fueran de miel. Y él las recogía en su libreta y las dejaba secar sin siquiera tocarlas. El entrevistador de 14 y la entrevistada más niña aún pasaron horas acunando palabras y silencios. De esos encuentros íntimos a la luz del día, a la vista prudente de la profesora  Margarita Vélez, al sol de las mañanas amarillas de Medellín, emergió el relato que él lee este jueves 28 de agosto, sentado a mi lado, en el coliseo de su colegio ante más de cien jovencitos.

“No sabría decir en qué momento comenzó”, lee Kevin sin titubear. “Y sin que nadie nos preguntara ya estábamos en una guerra sin sentido”, avanza con la mirada fija en el papel. “Solo quedaba sobrevivir”, sentencia y me mira con la dulzura de una edad ya casi desconocida para mí. Evito sus ojos negros y vago en las figuras de los cientos de adolescentes que han venido a conocer en carne y hueso a la escritora que soy, a la que eligieron en el programa Adopta un escritor, a la que han leído durante este año al comienzo de cada clase de español, a la que le preguntarán dentro de unos minutos cómo se consiguen los sueños.  “Se nos convirtió en paisaje escuchar en el colegio, en la tienda, en la cuadra: mataron a fulanito”, sigue Kevin sin fijarse que me tiemblan las manos. “Llegué del colegio y mamá lloraba,  asustada. Solté el bolso y corrí a su encuentro. Ella desconsolada me miró y dijo: mataron al tío”, narra kevin que le contó su entrevistada y sigue con sus reflexiones de cronista mientras a mí se me corta la respiración y se me cierran los oídos.

No escucho el aplauso que veo después de que Kevin marca el  punto final. Busco entre las chicas de cabellos ensortijados, labios rojos y orejas repletas de aritos coloridos a la narradora de la historia y no la encuentro, por supuesto. Puede ser una (como en realidad lo es) o pueden ser todas las muchachitas que ahora posan para las fotografías de esta tarde que se hace memorable. También busco entre los muchachos al del pelo amarillo fuego, al violinista,  al príncipe músico de Son Batá, a los entrevistadores que me hicieron pensar en porqué escribir del sufrimiento humano. Los veo venir con sus cuadernos de español, sus esquelas bañadas aleluyas doradas, sus tarjetas tamaño billetera a pedirme autógrafos. Me quedo en silencio en medio del bullicio de un colegio a las cuatro de la tarde sin saber qué escribirles. Y mientras garabateo buenassuertes en sus libretas de niños, me asalta el deseo de que ellos, que han sabido encontrarse en la palabra,  sean luz en el lado oscuro de la ciudad. Pero no se los digo porque ahora es tiempo de jugar.

P. D. Cierro los ojos y pido que a la institución Educativa Lola González lleguen por decenas todos los libros editados por el gobierno local de Medellín (y muchos otros). Tal vez así los niños acaricien las pastas originales, huelan las entrañas de las páginas y dejen de pensar que una gran conquista es fotocopiar.

 

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