Apología de la feminidad
Opinión

Apología de la feminidad

No se entiende tanta controversia sobre la ‘ideología de género’, ni que la mujer renuncia poco a poco a la feminidad, como si fuera un limitante y no un multiplicador de sus capacidades

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octubre 19, 2016
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Reconocer la superioridad del género femenino en lo que es superior no tiene mayor mérito. Pero en cambio es conveniente diferenciar feminismo —entendido como la contraparte del machismo— de la feminidad, es decir del valorar la capacidad de las mujeres en sus propias dimensiones sin necesidad de verlas como una competencia con las de los varones.

Ya son pocas las voces que aún cuestionan la capacidad de las mujeres para ocupar cualquier cargo en iguales o mejores condiciones que los hombres. Aunque también es verdad que esto aún no necesariamente se refleja ni en la cantidad de cargos que ocupan ni en la igual paga que deben merecer.

Lo que sucede es que esto no se explica tanto por una ‘opresión o explotación machista’, sino porque fue la evolución de la sociedad y de la raza humana la que llevó a que se deba ir actualizando el orden que existe según cambia el entorno.

En un principio lo esencial era la preservación de la especie. Y desde entonces era la hembra la que cumplía la función más importante. Al hombre solo le correspondía la fertilización y la proveeduría de las necesidades que requería el núcleo ‘familia’ (como sucede generalmente en el reino animal). A la mujer le competía asegurar la supervivencia de quien representaría la multiplicación de la especie. Esa forma de división del trabajo permitió al ser humano superar a las otras especies. Y ya desde ese momento la mujer asumió asegurar esa superioridad siendo la responsable de cuidar el fuego —y de ahí el nacimiento del hogar, ‘sitio donde está el fuego’—, lo que marcó el primer paso del hombre hacia lo que hoy llamamos civilización.

A estas funciones y esta ‘división del trabajo’ atribuye la economía política la evolución del orden social. Las mujeres se concentraban en la función de reproducción y guarda de la especie con todas sus características —incluyendo mantenimiento de la casa y jefes del hogar—, mientras el macho se dedicaba innovando a mejorar las técnicas de producción —las siembras, el trabajo de los metales, etc. —. Parte de esa función de proveedor fue la que posteriormente se concretó en el estudio y los cargos para aumentar el ingreso de los hogares mientras la función femenina se dedicaba a su turno a mejorar las condiciones del hogar con la dedicación de su tiempo como parte de lo que hoy se reconoce como producción social, ayudándose de los avances tecnológicos para este propósito —v.gr. electrodomésticos—. Por supuesto no se  consideraba esta ‘división del trabajo’ ni opresión ni explotación de parte del hombre sobre la mujer.

A partir de cierto momento esa división funcional dejo de ser tan clara y tan necesaria pues las mujeres comenzaron a poder disponer de su tiempo y sus facultades para dedicarlas a ciertas actividades que desarrollaban los hombres. Desde entonces se puede advertir que la mujer tiene más capacidades desarrollables en más campos, a comenzar por la ya dicha de la reproducción misma.

Pero el feminismo le dio a esto la perspectiva de ‘opresión machista’ y lo convirtió en una cruzada. Las reivindicaciones femeninas —totalmente válidas— como todo avance social rompen un poco con el orden previo existente. Y poco a poco se fueron logrando las ‘conquistas’ que en el fondo respondían simplemente a la evolución de orden político y económico de las comunidades. Que hubiera menos mujeres en los altos cargos provenía de que había menos mujeres preparadas para ello y no porque fueran menos capaces o mal calificadas, y mucho menos de la condición de ‘opresor’ del macho.

Lo que si produjo la gran revolución fue el momento en que ya como especie el ser humano no necesitó multiplicarse, y por el contrario comenzó a buscar reducir el crecimiento demográfico y logró el control de la reproducción con la píldora y los métodos contraceptivos.

La mayor cantidad de altos cargos de los hombres se debe a una superioridad numérica inercial, no de las calificaciones —ni tampoco del machismo—. Pero hoy en día es más el número de mujeres que el de hombres que asisten a las universidades y son en general mejor calificadas. Ya no es original o excepcional la opinión de García Márquez de que el mundo sería mejor manejado por las mujeres. Y son ellas las que ponen hoy el orden desde los gobiernos o desde los grandes organismos internacionales.

 

Ya no es original la opinión de García Márquez
de que el mundo sería mejor manejado por mujeres,
son ellas las que hoy ponen el orden desde gobiernos y organismos internacionales

Lo cierto es que hoy el carácter masculino o femenino de una persona la define menos que antaño. Y en ese sentido la orientación sexual pierde relevancia desde el punto de vista de la función social.

No se entiende tanta controversia alrededor de temas paralelos como lo que llaman ‘ideología de género’, en la cual se rasgan las vestiduras los defensores de que una ley moral y religiosa es la que debe definir la vida sexual de las personas. O la obsesión de cambiar las reglas de la gramática afirmando que los plurales genéricos desnaturalizan la identidad del individuo (¿o la ‘individua’?). O lo incluido en el Acuerdo de la Habana para reivindicar en forma taxativa y reiterativa lo que la ley ya reconoce como los derechos naturales de los diferentes grupos poblacionales.

Pero menos se entiende que poco a poco la mujer renuncia a la feminidad, a utilizar esas otras dimensiones que el varón no tiene —sensibilidad, coquetería, ternura, etc. —, como si estas fueran un lastre o limitante del desarrollo de sus capacidades y no un multiplicador de ellas.

(Lo anterior no obsta para destacar que en el mundo del subdesarrollo se presenta una dualidad en la condición de las mujeres, donde existe un entorno diferente al arriba mencionado, en el cual desde el punto de vista también de la economía política, lo poco que contribuyen ciertos factores de producción —sobre todo tecnología, capital y educación—, no ha permitido superar las etapas que caracterizaron esos cambios en las relaciones de producción.)

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