¿Tiene la educación un compromiso social? Una respuesta desde la pedagogía libertaria

¿Tiene la educación un compromiso social? Una respuesta desde la pedagogía libertaria

Se olvida que la pedagogía es una forma de mirar el mundo. Un profesor trata de explicarlo con sus metodologías, de expresar lo que aún no ha logrado comprender

Por: Álvaro Claro
junio 28, 2023
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¿Tiene la educación un compromiso social? Una respuesta desde la pedagogía libertaria

Quizás hoy vuelva a ser oportuno hablar del carácter libertario de la acción pedagógica. Ante la realidad que viven las instituciones educativas, existe la posibilidad, la oportunidad y la necesidad de pensar una pedagogía comprometida con este momento concreto, precisamente cuando parece que ha triunfado definitivamente el concepto del fin de la historia, cuando se celebra el entierro de las ideologías y cuando un porcentaje elevado de la población se deja cautivar por la tendencia, en apariencia nueva, pero muy vieja en realidad, de creer que la educación, con todas sus variantes, son todas la misma cosa, dependiendo únicamente de la capacidad para seguir ciertas instrucciones y responder lo mismo de siempre frente a las preguntas de siempre.

Se olvida que la pedagogía es, antes que nada, una forma de mirar el mundo. Un profesor mira el mundo y trata de explicarlo con sus metodologías, de expresar a los estudiantes lo que ve o lo que aún no ha logrado comprender. En este sentido, la pedagogía es una versión del mundo a través de determinados encuentros dentro o fuera del aula que, como los hitos de un camino, van conformando un proyecto unitario que corre paralelo a la propia vida del profesor. Así, cada acción pedagógica encierra su versión de la realidad, de las emociones, de las pasiones, de los paisajes y en consecuencia constituye cierta apuesta moral, o al menos una reflexión moral, sobre el conocimiento y sobre el entorno histórico en el que han vivido y evolucionado tanto los estudiantes como él mismo.

Sin embargo, el mundo ha cambiado mucho desde que se acuñó el término ‘‘educación libertaria’’ hasta ahora. Han cambiado los mapas, las ideas, la cultura y también la propia consideración social y política de los diferentes docentes y estudiantes. Ya no existe espacio, no hay tiempo ni lugar para llevar a cabo proyectos como los de Ferrer I Guardia, Joseph Jacotoc o Iván Illich. Ahora resulta estrictamente inconcebible que los profesores ocupen la primera línea del pensamiento crítico con una postura política definida: del aula de clase están erradicados los pasquines, los poemas de consigna, los textos abiertamente panfletarios inspirados por el afán de movilizar votos en una elecciones venideras. De acuerdo, ya no se puede hacer pedagogía de combate como se concebía en otros tiempos. Pero eso no quiere decir que no se pueda enseñar y aprender desde la propia conciencia, desde los términos de un compromiso individual y universal que vincula el destino del profesor a la suerte de sus estudiantes, de sus vecinos, de los habitantes del mundo que ha conocido.

Más allá de los elementos más reaccionarios del conservadurismo en general, no deja de ser una aventura supeditar la pedagogía a una ideología determinada. No se puede negar que se pierde así la posibilidad de la flexibilidad, de la ironía, de la sutileza y demás herramientas expresivas que son fundamentales para leer a estas alturas la historia y las condiciones de la vida contemporánea. Pero no hay que olvidar que los procesos pedagógicos desarrollan sus propias reglas. Un docente, en este caso, tiene que obedecer, ante todo, a la búsqueda de la eficacia metodológica, un concepto que no tiene nada que ver con la verdad real, con lo que entendemos como verdadero en el lenguaje coloquial y en el terreno objetivo de la realidad. Sino con los símbolos y las posibilidades de interpretación que son muy distintos, permitiendo que su contundencia metodológica chille, sugiera o desvele a los estudiantes el color, el volumen o el aspecto de las cosas de muchas formas diferentes.

Una de ellas sería abordar la realidad a través de un terreno más ligado a la emoción. Una acción pedagógica que no solo pueda, sino que busque deliberadamente conmover a sus participantes, pues es bien sabido que resulta más eficaz un descubrimiento personal que una consigna previamente elaborada. Todos en el fondo lo sabemos, porque todos construimos así -a través de emociones personales- nuestra propia memoria. Porque en el fondo la pedagogía es también un viaje sentimental, y la acción de los docentes tiene mucho que ver con los sentimientos -los propios y los del otro.

Y aunque se encuentre prohibida la ideología en el ámbito pedagógico, hay que reconocer, de alguna manera, que toda acción pedagógica sigue siendo una acción ideológica, puesto que el reconocimiento de las verdades en las que uno cree, con la contundencia, la rotundidad y la sinceridad de antaño, no quiere decir que la ‘‘ciencia’’ de la pedagogía deje de tener sentido.

Por el contrario, lo científico, lo objetivo o lo que actualmente se ha llegado a llamar ‘‘lo profesional’’ de la pedagogía, no impide -y en cierto sentido hasta se basa en- que su práctica siga abiertamente unas concepciones específicas del mundo. Porque no se puede enseñar ni aprender en el vacío. Cualquier estudiante o profesor, consciente o inconscientemente, es una eslabón activo en una tradición determinada: en ellos se encuentran contenidas ideas y experiencias que ya tuvieron otras personas y sobre las cuales, según el azar que corresponda, transitarán alguna vez los que vengan más tarde. Tratar de evadirse, entonces, tratar de pasar desapercibido también es una forma de encaminarse y encaminar a los otros hacia el futuro.

En pocas palabras, a la luz de la pedagogía libertaria, cualquier profesor puede adquirir hoy el gesto comprometido de los ya mencionados Joseph Yacotot, Iván Illich o Ferrer I Guardia o bien bailar y tratar de gozar su vida como aquel que, a fin de mes, solo le importa el saldo de su cuenta bancaria.    

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