Soy paisa pero no ejerzo
Opinión

Soy paisa pero no ejerzo

Por:
diciembre 16, 2013
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¡Ay, Medellín!

 ¡Ay, Medellín! ¡Carajo, si me cuesta
escribirte un soneto enamorado!
Medio yo dice sí, rima y apuesta,
y otro medio te cita en el juzgado.

 Me obligas a subir a tu tinglado
y luego me revendes la boleta.
¿Si es tan bello el telón y el entramado
por qué coños compraste una escopeta? 

Serías más Monroe, más Simonetta,
más parecida al tango que persigo,
menos la Disneylandia de las dietas
y más digna de dignos enemigos,
si te desentendieras de las tetas
y te miraras menos el ombligo.

 

Hace aproximadamente catorce años salí de Medellín con la firme convicción de no regresar, y hace casi cuatro, desde mi regreso, he venido repitiendo que la ciudad se ha encargado de reconquistarme y de hacerme tragar muchas de mis palabras.

Debo decir que mi aversión por el modelo de sociedad paisa se funda en que exhibe con lujo de detalles casi todas los características que detesto de un grupo social: es racista, clasista, católica, mojigata, conservadora, prepotente, insolidaria, ventajosa, agresiva y, lo peor de todo, carente de autocrítica e incapaz de abofetearse a sí misma cuando es necesario —y es necesario casi a diario—.

Acto seguido debo decir también que a mi regreso he encontrado insospechados y numerosos ejemplos de movimientos barriales, emprendimientos culturales, movilizaciones solidarias, núcleos creativos, colectivos de resistencia civil y —lo que es casi más sorprendente— algunos maravillosos nichos de interlocución entre las instancias estatales y las civiles que culminan en esperanzadores ejemplos de reales movimientos hacia la construcción de una mejor sociedad.

Sumando y restando, tengo que decir —y lo digo sin problemas y sonriendo— que Medellín se ha dado sus mañas para reconquistarme y que me declaro amorosamente reconquistado.

Sin embargo, todas las relaciones recompuestas desde la ruptura tienen sus momentos de flaqueza y esta no es la excepción. En la Navidad Medellín vuelve a ser todo lo que detesto y a este amor redescubierto le tiemblan los cimientos.

En mi ciudad, durante el fin de año, todo está justificado en nombre de la tradición. ¡La gloriosa tradición! ¡La mayúscula tradición!¡¿Pero cuál tradición?!

¿Estamos conscientes de que antes de la década de los cincuenta no existía la bandeja paisa y que ese maravilloso exabrupto gastronómico antes que el plato de los ancestros fue una derivación comercial de restaurante?

¿Y el precioso desfile de silleteros? ¡Es cualquier cosa menos tradicional! O bueno. Corrijo. Sí lo es bajo el parámetro paisa. Tiene apenas 56 años pero con eso le basta para romper casi cualquier récord dentro de esta sociedad de íconos efímeros.

Nuestras tradiciones son endebles, blandas, poca cosa.

En Medellín la llegada de diciembre se celebra con un enfermizo espectáculo de quema de pólvora llamado de forma pintoresca “La alborada” y cuyo origen se remonta apenas al año 2003 cuando se celebró de manera explosiva (perdón por el adjetivo) la desmovilización del bloque paramilitar Cacique Nutibara a cargo del temido Don Berna.

Y a diez años vista, ¡abracadabra!, la celebración mafiosa y delincuencial se ha convertido en tradición. Como es tradición ya también, para la Navidad, que los vecinos se olviden del sueño de los demás —incluyendo por supuesto a los enfermos— y saquen a la calle sus parlantes para imponer su música, que los automóviles se olviden de las zonas de estacionamiento restringido, que los vecinos cierren las calles arbitrariamente para instalar una carpa y (¡esto no lo soporto!) que los vendedores de música te ofrezcan discos de Jorge Celedón.

Lo que hace durante todo el año para mostrar su incipiente carita de civilidad, Medellín lo deshace en diciembre imponiendo la unanimidad festiva y mafiosa aupada por las emisoras de música bailable donde los promos navideños, con sonidos de pólvora al fondo, ¡cómo no!, son presentados por imitadores de borrachos cuyo recurso cómico más inteligente es la palabra hijueputa.

Llegará enero y muy posiblemente yo vuelva a estar feliz de vivir en Medellín. Pero cada diciembre me siento de nuevo tentado a responder lo que respondía en la época de mi autoexilio cuando me preguntaban de qué parte de Colombia era: “Soy paisa, pero no ejerzo”.

 

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Sobre mi despedida de Las2Orillas

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