[Sale el títere]

[Sale el títere]

Su llegada al gobierno, tan sorpresiva para él como para todos, lo puso en el escenario con una luz que denunciaba, sin miramientos, los hilos de su titiritero

Por: Sebastián Rodríguez Cárdenas
agosto 01, 2022
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[Sale el títere]
Foto: Archivo

Muchos son los homúnculos y las marionetas que pueblan el teatro de la política colombiana, pero solo una persona ostenta el rótulo de títere por antonomasia. Su llegada al gobierno, tan sorpresiva para él como para todos, lo puso en el escenario con una luz cenital que denunciaba, sin miramientos, los hilos de su titiritero, visibles incluso desde el exterior, y nadie esperaba de él más que un autómata que reproduciría los movimientos que se le ordenasen. En Iván Duque, no obstante, hay una paradoja singular: es un títere responsable, es decir, culpable.

Naturalmente, su completa ignorancia en política económica, gobierno o política exterior —por mencionar algunas de las muchas áreas que ignora— lo hicieron el receptáculo perfecto de los deseos de su controlador y de quienes lo rodeaban, pero la tímida voz sumisa de Iván Duque intentó abrirse paso con ideas igualmente patéticas: un narcicismo que evidenciaba su complejo de inferioridad, una ignorancia supina disfrazada de serenidad y, ante todo, una arrogancia violenta, burda, bruta.

Su faz de narcisismo la encontramos en su emulación de «Aló Presidente»: meses y meses de propaganda para sí y para su (des)gobierno bajo el pretexto de la pandemia, un programa tan vacío como inútil, símbolo apropiado de su incapacidad. Narcisista también su participación en eventos internacionales, asistente infatigable a eventos fabricados para subir su imagen, las proclamas en pasquines, los gastos ridículos en publicidad —que aún continúan— y las auto-entrevistas, ese espectáculo deprimente incluso para sus estándares; sin olvidar su afán de pasearse sobre alfombras rojas.

Por otra parte, cuando intentó mostrarse desenvuelto y hablar por sí mismo, brilló por su estulticia y dejó claro para todos que su obsesiva enemistad con Maduro —¿cuántas horas le quedarán?— terminó por transformar a Duque en el vivo reflejo de su homólogo venezolano: «así lo querí», «Polombia», su pedagogía de preescolar con la pandemia, sus saludos ventrílocuos al rey de España, los siete enanitos en Francia y su explicación en vivo de la economía naranja, un concepto que nunca llegó a comprender y mucho menos a aplicar, no obstante su «maestría» de veinte días en Harvard y sus «libros» sobre la materia —soy caritativo con el nombre, pues en realidad están más cerca de cuadernos para colorear—. En suma, un superlativo dominio de la bobería, que puso en aprietos a todo su partido para defender las palabras pronunciadas por su muñeco de trapo.

Finalmente, su cara más siniestra: su autoritarismo de eunuco, con dos facetas paradójicas. Por un lado, sus palabras recicladas en redes sociales con las que no lograba ni siquiera convencerse a sí mismo («He ordenado» —verbo imposible para un títere— «al ministro, a la policía… que se investigue, que se haga, que se capture…»), palabras que bien pudieron no haber sido dichas. Por otro lado, un constante balancearse entre la negligencia y malicia, saboteando con su inacción el proceso de paz, permitiendo el exterminio sistemático de excombatientes y líderes sociales, aniquilando la mirada y la vida de los estudiantes en las calles, avalando y vanagloriándose de haber bombardeado menores de edad.

Como bien mostró Niklas Luhmann, la coerción física es inversamente proporcional al poder: quien ejerce poder no necesita de la violencia, mientras quien carece de poder no tiene más alternativa que recurrir a ella[1]. Por definición, un títere carece de poder, de ahí que debiese recurrir a la violencia. Esto, naturalmente, no lo exculpa. Como dije al inicio, la singular paradoja de Iván Duque es que, aún sin poder, es absolutamente responsable de la violencia que perpetró.

La perorata sobre paz con legalidad, con la que intentó justificar su violencia, no es más que palabrería indignante que ratifica el horror de sus acciones, e incluso quien quisiera defenderlo haría bien en recordar las palabras de Zweig: «Matar no significa convencer»[2]. Iván Duque no convenció a nadie, pero muchos cuerpos, mucha angustia y mucho dolor pesan sobre sus hombros (quién sabe si sobre su conciencia), incluso si hasta ahora, seguramente, «no sabe de qué le hablan, viejo».

Por último, un precario consuelo en vocativo: usted, Iván Duque, es insignificante y será olvidado cuanto antes. Su nombre aparecerá apenas en los libros de historia reciente como un episodio borroso, tragicómico, como un torpe incidente en el mejor de los casos. La damnatio memoriae es la única recompensa proporcional a su mérito. Pero no se preocupe, su legado de muerte y crueldad sí se sumará a la herencia de guerra del país que no supo ni pudo gobernar.

Y ya que se está yendo, una entretención para su salida del escenario: mirando sus hilos y sus manos cubiertos de sangre, intente adivinar por qué está roja la alfombra bajo sus pies.

 

[1] Niklas Luhmann, Macht (Stuttgart: Lucius & Lucius, 1975; 2003), p. 61. En español, Niklas Luhmann, Poder (Barcelona: Anthropos, 1995) p. 87.

[2] Stefan Zweig, Castellio contra Calvino: conciencia contra violencia (Barcelona: Acantilado, 2001), p. 141.

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