Cassettes, cannabis y sexo en el templo de la adolescencia. [Segunda parte]

Cassettes, cannabis y sexo en el templo de la adolescencia. [Segunda parte]

Ser adolescente a finales de los 80 significó presumir de novias con las que no había nada, hablar por teléfono y escuchar de fondo chucu chucu, pero amar el rock

Por: Mateo Duarte del Castillo
octubre 24, 2022
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Cassettes, cannabis y sexo en el templo de la adolescencia. [Segunda parte]

La adolescencia, mi adolescencia, me llegó a finales de los ochenta, principios de los noventa. Ya no había más viajes a las casetas a comprar vinilos, básicamente porque me empezaron a echar de todos los colegios; no perdía los años, pero no me aguantaban en ninguno. Entonces tocó recurrir a los cassetes grabados de un programa de 88.9 fm que se llamaba “el expreso del Rock” que se emitía los domingos ya bien entrada la noche.

Se volvió un ritual nocturno, era como un confesionario oscuro donde “Lucho Metales”, su locutor con una voz grave, densa, misteriosa nos mostraba nuevos álbumes de grupos que nos gustaban y también nuevas bandas como Suicidal Tendencies o Testament.

Lucho era como un cura negro que nos “confesaba” sus nuevas adquisiciones y nosotros ahí, atentos a grabar todo lo que emitía. Respetaba las canciones en su totalidad, sin cuñas publicitarias a la mitad de la canción, yo creo que sabía que lo grabábamos y lo valoraba. Un caballero.

Logré estar dos años en un mismo colegio y pedí de cumpleaños una guitarra. Me la dieron, pero acústica, yo quería una eléctrica (no jodás, ¿en serio? ¿Qué más quiere el nené? ) “Aprenda primero con esa y después vemos”, me dijo mi papá. Un tío que tocaba guitarra clásica me enseñó ejercicios para abrir la mano y algo de solfeo. Fue frustrante al principio no poder sacarle notas, pero, como escribió Fernando Vallejo, tenía intacta mi fuerza de voluntad… nunca la había usado.

Al cabo de unos meses lo logré y empecé a parchar más con Andrés, un amigo que vivía a pocas cuadras (ver la primera parte) y tenía una eléctrica.

Me enseñó a tocar canciones de Black Sabbath y Pink Floyd, y sobre todo una cosa tremendamente básica pero poderosa: las notas mayores y las menores, con las menores Pink Floyd compuso canciones como “Is there anybody out there?” (hay alguien ahí afuera?) del álbum The Wall, que con solo dos acordes (la menor y do mayor) y con solo tres minutos de duración y sin letras, daban una sensación de una profunda soledad, de orfandad.

Y cuando la terminábamos de tocar con Andrés a dos guitarras nos quedábamos en silencio un minuto, como digiriendo, comprendiendo semejante simplicidad convertida en obra maestra. Y existen más ejemplos así,  “Street spirit” (fade out), de Radiohead, que son puras variaciones en el rasgueo todas de la menor, y esa letra:

"Huevos agrietados, aves muertas, gritan mientras luchan por vivir, puedo sentir la muerte, puedo ver sus ojos brillantes", o lo mismo sucede con “Something on the way”, de Nirvana:  2 acordes, uno menor, uno mayor, una devastadora y hermosa letra cantada en susurros por parte de Cobain, resultado: una canción inmortal, un himno que adoran hasta los millennials hoy día.

Las notas mayores son las de la fiesta, las del power (“Paranoid” de Sabbath, cualquiera del Kill em´all de Metallica) ahí lo importante es tener la muñeca entrenada para el rasgueo y mover los dedos  100 veces por minuto.

La progresión lógica, el siguiente paso fue obviamente la bareta, a no todo el mundo le sienta igual, a unos les baja el azúcar, a otros pura paranoia. En esa época se fumaba la de Corinto Cauca, era orgánica sin saber que significaba bien la palabreja tan de moda hoy, no es esa hierba anfetosa que venden como “creepy” que da es una traba paranoide, en fin, a mí me daba entonces la posibilidad  de tener un ecualizador mental al momento de oír música.

Si me concentraba por ejemplo en los bajos, lograba oírlos en primer plano, lo mismo con las guitarras o la batería. También me ayudó mucho a tener la paciencia para tener cierta complejidad en la ejecución de ciertas canciones que aún logro tocar como “The Necromancer” de Rush o “46 and 2" de Tool.

Lo siguiente era formar la típica banda de rock de covers, cada uno teníamos nuestros propios objetivos con esto, el de Andrés era tener fans quinceañeras que le arrojaran brasieres en los conciertos, el mío era poder tocar un instrumento eléctrico con amplificación a buen volumen.

¿Fans? Bah, noviecitas no me faltaban yo era un espécimen rarísimo de Cachaco con buen “arriére” o sea culo, y un rostro que dependiendo del estado de ánimo o el tipo de luz podía ser un lindo gomelito o un peligroso gamín. (Good boy, bad boy).

Nos presentamos en algunos colegios, Andrés se juraba James Hetfield y Jim Morrison juntos, yo atrás en el bajo solo miraba el instrumento para no embarrarla en ninguna nota, y me bastaba con sentir en mi cabeza las vibraciones gruesas, profundas que salían del amplificador.

El remate después de los conciertos era en mi casa, en mi cuarto para ser más exactos.

El templo de mi adolescencia: al abrir la puerta lo primero que uno veía era un póster gigante de Boogie el aceitoso de Fontanarrosa dibujado por mi padre, en un estante un busto en yeso de una mujer pintorreteado por mis amigos(as) un sofá  viejo, un sofá-cama y más al fondo mi cama, las paredes tenían revestimiento de madera y no le cabía un solo afiche más de grupos de metal (Iron Maiden, Judas Priest, etc) ah, y un póster de la película La naranja mecánica. Era espacioso, al otro extremo había una puerta de vidrio que daba al jardín.

En vacaciones de mitad de año a esa habitación no le cabía un alma, iban amigos y novias de todos los colegios por donde estuve: Las Paulas, los Andrés, los monos Calle y Sarabia, las Mónicas, Adriana, Guillermo “Piolo”,  Tony, Juan Manuel, Angelita… y los que ya no me acuerdo pufff que mano de gente.

Bareta y alcohol por montones, metal en una grabadora de doble casetera a lo que diera el volumen. La casa tenía una particularidad en su diseño de dos pisos: era al revés, la sala y el comedor quedaban arriba y las habitaciones abajo, o sea como 10 metros bajo tierra y la cara del muro que separaba el jardín de la carrera Séptima era de 3 metros a lo sumo, pero en su cara interna, la del jardín, medía como 7.

Entonces cuando llegaban amigos y la fiesta ya había empezado, se aburrían de timbrar y de gritar ¡Mateoooooo¡ Tenían entonces la genial idea de brincarse el muro que veían bajito, pero ya con el impulso veían aterrados los 7 metros de caída libre que les esperaban del otro lado. Tras ¡pum¡ sonaba como si uno dejara caer un bulto de papas desde un camión en movimiento y a los 5 segundos: Ayyyyyy¡¡. Ahí si nos pillábamos que había llegado alguien.

-Puta, ¿no oían el timbre? Casi me mato.

- Jajajaja, nada marica, qué pena. ¿Un baretico por la azotada?

-Preste a ver.

Y eran tan idiotas que a los 15 días se les olvidaba lo del muro de dos alturas diferentes y volvían a azotarse.

Hablando de idiotas, permítanme referirme a uno de los peores, yo. Uno a esa edad es una suerte de Beavis and Butthead arrecho, me conseguía con mucho esfuerzo novias rubias de colegio fresa para presumirlas ante mis padres, (novias que solo dejaban que uno les agarrara los senos).

Pero entonces como había que solucionar esa oleada incontrolable de hormonas, me conquistaba jovencitas de Colegios baratos, que no eran rubias ni vivían en el norte pero si accedían a tener relaciones sin tanta rogadera, pero uno no se las presentaba a los padres.

Era un prejuicio idiota de tanto ver comedías picantes gringas clase B en Unicentro estilo “Porkys”, a mis padres les importaba un comino si eran  del norte o del sur, o si eran rubias, morenas, amarillas o verdes, les importaba era que uno  no las dejara en embarazo:

-Ay, Mateo, tu papá es todo “soyis”, lo quiero conocer, ¿me lo presentas?

- Me estoy vistiendo, un momento, ¿sí?  (Pensaba entonces: carajo, qué me invento?)

-No creas, en realidad es bravísimo, es pura fachada.

- Pues no te creo, todo el escándalo que hicimos ahorita y el no bajó a decirnos nada, que pena jijiji.

-Uy, sí, que boleta, por eso mejor te lo presento otro día….ya te vas?

-¿Qué?

- Me voy tirando tres materias y de paso el año, tengo que estudiar.

-Ahhh, ¿me das para el taxi?

-¿Dónde es que vives?

-En el sur.

-Mi papá casi no me está dando plata porque me está yendo pésimo en el colegio, ¿ya te dije, no? Tengo para 2 buses. ¿Te sirve?

-Mateo, no seas guache, cogí como tres buses para llegar hasta acá.

A los ocho días:

-Mateoo, ¡teléfono!

-¿Aló?

Se oye de fondo una canción de chucu-chucu: “Nunca, pero nunca, me abandoones, cariñitooo”, se oye un sollozo y cuelgan.

Qué crueldad, créanme, me he arrepentido un montón de ser ese guache, una vez traté de buscarlas en redes sociales para disculparme pero solo con el nombre es imposible dar con el perfil, así que Rocío, Nahda, Alexandra sí por casualidad leen esto espero de todo corazón que tengan una vida feliz y plena, de verdad lo siento.

Vacaciones de mitad del año 1994, llega un buen día uno de los monos a mi casa y saca una piedra blanca casi del tamaño de una pelota de ping-pong, observo que al ser golpeada la luz parecía que tuviera pequeñas escamas de pescado, me dice entonces: ¿Pille, lo que conseguí, es perico, metemos?

Y ahí fue Troya.

Vea la primera parte acá:

El vinilo en la Bogotá de los ochenta: ese oscuro objeto del deseo [Primera parte]

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