Las guacamayas aún vuelan en Caracas
Opinión

Las guacamayas aún vuelan en Caracas

Caracas no sabe de coronavirus, una tanqueada vale un banano, una propina o lo robado por las altas esferas se paga en dólares, hay silencio, hay crisis, y una rutina de normalidad…

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marzo 08, 2020
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Coronavirus. Iba a tomar el avión en Bogotá. El aeropuerto no estaba lleno como ya es costumbre en la capital, que se ha convertido en un centro aéreo importante en la región. La razón, sin duda, el coronavirus. Todas las conversaciones que oí en el aeropuerto eran sobre el coronavirus. Es interesante que, en adición a la pandemia por el virus, hay otra simultánea: la pandemia temática, pocas veces en tantos lugares del mundo se habla del mismo tema. Circula el virus de cuerpo en cuerpo y lleva consigo una conversación sobre su existencia. Hablaban esa noche del mismo tema en Bogotá, Hong Kong, Milán, San Francisco; algo de mágico habrá, en medio de las angustias por la enfermedad, en que las preocupaciones de los miles de millones de humanos terminen ahora reconectadas por un virus.

El avión. Iba a descubrir pronto que, como siempre, hay excepciones. En Caracas a nadie le importa – al menos hasta ahora- el coronavirus. Mientras en todo el mundo se habla de tapabocas, jabón, aislamiento, cancelación de eventos, acá, me dijo un amigo: “Si llegas a decir que está preocupante el coronavirus quedas como un idiota, pana, acá estamos en otros líos”. Pero antes de entrar en la excepcionalidad de Caracas, volvamos al avión. Iba semivacío, no sabría si es la constante en una ruta -Caracas-Bogotá- que hoy solo cubren unas pocas aerolíneas. Un grupo de seguidoras de Backstreet Boys y un grupo de rusos, conformaban la mayor parte del vuelo. Los Backstreet Boys, como casi todos los grupos, no dan conciertos en Caracas, sus fanáticas tienen que ir verlos en otros países. Rusia -inclusive más que China- es el gran apoyo internacional del gobierno venezolano.

La soledad. Al llegar, después de un vuelo de poco más de una hora, el único rastro de coronavirus que he visto en la ciudad: me tomaron la gripa apuntando un aparato en la frente. “36.5, siga”. Y acá lo relativo de las percepciones: lo que parecía un solitario aeropuerto bogotano ya no era más; había ahí multitudes comparado con el panorama en el aeropuerto Maiquetía. No había nadie distinto a los que llegamos de Bogotá y algunos pocos funcionarios. En Bogotá, inclusive en tiempos de coronavirus, al empezar la noche aún faltaban decenas de vuelos por aterrizar y despegar, anunciados en hileras de cinco pantallas llenas de aerolíneas, orígenes, destinos y horas. En el principal aeropuerto internacional de Caracas, el vuelo proveniente de Bogotá que aterrizaba a las 8 de la noche, era el último del día.

El silencio. La soledad del aeropuerto de Caracas no es, por supuesto, la soledad del resto de la ciudad. Aunque millones de venezolanos han partido del país, durante el día, Caracas se mueve. Un terrible sistema de transporte público, y la gasolina que es básicamente gratis -se puede tanquear, por ejemplo, pagando con un banano- hace que haya filas infinitas de carros en las autopistas que rodean la ciudad. En los barrios, hay vida en las calles. Caminar por Caracas, muchas veces, es como caminar por Medellín. Ciudades gemelas en tantos sentidos. La violencia, la amabilidad, la belleza, los árboles florecidos siempre, los pájaros. Hay una diferencia, mientras en Medellín y en el resto del país, suele retumbar música en casi todas las esquinas, en Caracas hay silencios largos. Para ser latinoamericana, he sentido a Caracas como una ciudad silenciosa. Al final de la tarde, ya casi todo el mundo se guarda en sus casas y solo se oye un murmullo que no es de buses porque no hay casi transporte público de noche.

Los ocho ceros. En Colombia no hemos tenido hiperinflaciones serias. Un caso extraño el nuestro en América Latina. Mientras el país se sumió por más de 50 años en una de las guerras más violenta y largas del continente, sembrando paralelamente una profunda desigualdad económica y política, hubo relativa estabilidad macroeconómica. Los colombianos no estamos entonces acostumbrados a manejar las complejidades de las hiperinflaciones. Cada día, el valor de la moneda cambia. La inflación llega a más de un millón por ciento regularmente. Lo que representa el papel de los billetes, por supuesto, deja de tener valor. El chavismo ya ha quitado 8 ceros a la moneda desde que está en el poder y, aun así, ya la moneda local perdió importancia.

Aunque se puede pagar con bolívares ya casi nadie usa efectivo: habría que cargar una maleta de billetes para poder pagar lo que se compra durante el día. Todo el mundo tiene alguna tarjeta de crédito. Inclusive en los lugares más humildes se consigue pagar con esas tarjetas. Un amigo me invitó a una malta que compramos en la calle, el vendedor nos hizo un recibo en el borde de la hoja de un cuaderno, fuimos a un pequeño comercio al lado del vendedor de maltas, pagamos ahí, volvimos y tomamos la malta. Valió la pena. Inevitablemente, lo que queda de intercambio capitalista, desde pagar unos centavos de propina hasta lo que se han robado en las altas esferas del poder, se hace en dólares. En la tierra de Chávez, ya realmente se transa es en la moneda de Trump. El gobierno, la última vez que quitó unos ceros, había anunciado que crearía una criptomoneda, el Petro, para anclar una moneda. Puro blablabla.

La normalidad y la crisis. La tensión que subyace a cada conversación política en Venezuela -desde el más alto nivel de las élites políticas hasta cualquier esquina de barrio- es la de definir hasta qué punto la situación actual es un equilibrio estable de normalidad o un punto alto de crisis. La pregunta es fundamental: si, después de la inmensa presión que la oposición liderada por Guaidó logró hace un año, el día a día actual es de normalidad, Venezuela parecería estar recorriendo un camino a la estabilización definitiva del chavismo. En cambio, si hay una crisis aguda, la necesidad sería la de decidir, una vez más, cómo traducirla en una transición definitiva. No tengo aún todos los elementos para dar una opinión definitiva. No existe una verdad absoluta: los hechos políticos y sociales son asunto de interpretación subjetiva. Y, para hacerlo aún más complejo, la política cambia la realidad constantemente.

La crisis tiene unas facetas evidentes: los servicios públicos son terriblemente ineficientes. La luz se va regularmente y, sobre todo, hay inmensos problemas para abastecer de agua a la ciudad. La economía, además de la inflación, no genera lo mínimo para que grandes sectores sociales puedan vivir dignamente. Hablé con una maestra de escuela que se gana 10 dólares al mes. Ese es el principal ingreso para su familia, compuesta por su hija y su nieto. Lo más doloroso, sin duda, es la acción criminal de fuerzas del estado que han asesinado a cientos de personas en los barrios más pobres buscando inflar las cifras de muertos e implementando una limpieza social, que arrasa con el que esté por ahí. Caracas se mantiene como una de las ciudades más violentas del mundo, en buena parte, por los asesinatos del gobierno. Acá le llaman “ejecuciones extrajudiciales”, sin notar que, todas las ejecuciones son extrajudiciales, al fin y al cabo, no hay pena de muerte en Venezuela. Un dato: la violencia actual en Venezuela es significativamente menor – unas tres veces menos en números de muertos por 100.000 habitantes- a la que vivió Medellín a comienzos de los noventas. Entenderán ahora, que el coronavirus no es el problema.

Hay, sin embargo, gestos de normalidad. En los barrios más ricos, los restaurantes aún se suelen llenar de noche. Los jóvenes salen a tomarse una cerveza en algunos bares que quedan abiertos. La dolarización de la economía ha dado algo de vigor a las importaciones y algunos intercambios se hacen fácilmente. La escasez actual no es comparable a la de años anteriores. El gobierno reparte cajas CLAP, usualmente de pasta y arroz, que logran disimular los problemas del hambre. Se pueden hacer reuniones políticas en donde líderes políticos dicen, de frente y sin dudas, que el país vive una dictadura

Son gestos, no más. La pregunta es, en otras palabras, hasta qué punto la continuidad de gestos crea una rutina de normalidad, tan normal que estabilice al régimen actual.

Mis compatriotas. He caminado sin parar desde que llegué. Acá soy “el colombiano”. Yo me siento orgulloso, no sé bien porqué. Hoy, por la mañana, caminando por el barrio Nuevo Horizonte, en una de las zonas más deprimidas de la ciudad, me encontré con dos colombianas, una de Barranquilla y la otra de Guamal, Magdalena. Salieron hace 30 años del país y no han vuelto desde entonces. Cariñosas, me pidieron: “Llévele un abrazo a Colombia, nosotros queremos tanto a Colombia como a Venezuela”. Han vivido crisis profundas de donde salieron y a donde llegaron. Las miraba pensando, mientras hablábamos, en la resiliencia del espíritu humano.

Las guacamayas. Caracas es una de las ciudades que más me gusta en el mundo. Rodeada por un cerro majestuoso, tiene un clima único. La playa, a pocos minutos, la rodea. Los árboles siempre frondosos. Todas las tardes, pasan por el lugar donde he dormido, grupos gigantescos de guacamayas. Se posan en un árbol, conversan un rato, y después vuelven a volar buscando un lugar para pasar la noche.

Indiferentes a las crisis y los sueños de los humanos, las guacamayas aún vuelan en Caracas.

Continuará…

@afajardoa

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