La sustitución del Estado social de derecho

La sustitución del Estado social de derecho

"Si el pueblo colombiano no reacciona, es una realidad que los narcoterroristas sí lo harán"

Por: Ricardo de Jesús Castiblanco Bedoya
mayo 31, 2019
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La sustitución del Estado social de derecho
Foto: Gobierno de Chile - CC BY 2.0

Con el aval de la Corte Constitucional y con el argumento de que la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento (art. 22 CN), desde 2012 se vino sustituyendo el Estado social de derecho consagrado en la Constitución de 1991, incluyendo la sustitución de la misma Constitución y el ordenamiento legal para dar cabida a los acuerdos de La Habana, que rechazados por la mayoría de colombianos en el Plebiscito de 2016, fueron superficialmente maquillados para imponer el Pacto del Teatro Colón como norma pétrea para la nación.

Y es que no solo se legisla con el embeleco del fast track para evitar el debate en el mismo Congreso, sino que se pretende dejar establecido que, con posterioridad al gobierno de Juan Manuel Santos, los mandatarios o el mismo Congreso no puedan modificar ni una coma de lo impuesto de hecho contra la voluntad democrática, sino que convierte en “un deber jurídico de cada uno de los ciudadanos colombianos, a quienes les corresponde propender a su logro y mantenimiento”, negando de plano que el constituyente primario pueda, en ejercicio de su poder soberano, alterar cualquier aspecto de los acuerdos fabricados en Cuba, entre ellos la justicia diseñada por las Farc-Ont, como lo dicen sin rubor públicamente, y en la que, según palabras de Enrique Santiago, el abogado español artífice de la misma, los narcoguerrilleros sólo van a confesar delitos obvios y aburridos, en tanto los crímenes de lesa humanidad se convierten en “conexos” a la rebelión.

Y aquí es dOnde gira el mayor conflicto en torno a los Acuerdos impuestos: si bien literalmente se habla de que las víctimas son el centro de la paz acordada con las Farc-Ont, no son precisamente las víctimas de esta narcoguerrilla las que ocupan el centro de atención. Hábilmente allí se incluyeron las víctimas de las autodefensas ilegales y de agentes del Estado para minimizar la violencia de las Farc y, como dijera un enviado de la ONU de ingrata recordación, solo las víctimas políticamente correctas, las que no le metieran ruido al proceso, serían seleccionadas para participar en los diálogos en la isla y posteriormente por la jurisdicción especial para las Farc.

Así lo indica el reclamo constante, ignorado por el gobierno y la JEP, de las víctimas agrupadas en la Federación Colombiana de Víctimas de las Farc (Ffevcol) y la Corporación Rosa Blanca, compuesta por mujeres que fueron reclutadas siendo niñas y adolescentes por esa narcoguerrilla y sometidas a toda clase de vejámenes físicos y psicológicos al ser convertidas en objetos sexuales de los comandantes de la organización delincuencial. Muchas murieron por causa de los abortos inhumanos y en condiciones de precariedad sanitaria a que eran obligadas. Ni Ffevcol ni la Corporación Rosa Blanca han sido admitidas como parte en los procesos secretísimos que la JEP adelanta contra los cabecillas de las Farc.

Y es que es muy difícil confiar en una jurisdicción creada artificiosamente y compuesta por magistrados que hasta antes de su posesión como tales, eran abogados de confianza de los guerrilleros en procesos ante la jurisdicción ordinaria o hacían parte de colectivos o de ONG que justificaban la violencia narcoterrorista atribuyéndola a conflictos por la propiedad de la tierra o por exclusión política o económica de los componentes de esas organizaciones narcoterroristas; mucho menos, cuando funcionarios de la JEP se han visto envueltos en escándalos evidenciados de corrupción para favorecer cabecillas de las Farc-Ont. Basta citar el caso del fiscal Bermeo, grabado cuando recibía un fajo de dólares a cambio de tramitar favores para evitar la extradición de Santrich, que curiosamente no solo termina no siendo extraditado, sino con reconocimiento pleno de derechos políticos, faltando solamente que algún juez o magistrado determine que debe ser indemnizado por el año que estuvo detenido por vinculación al narcotráfico después de firmados los acuerdos de La Habana.

Otro punto, que es de honor para los 6.424.385 de ciudadanos que votamos por el no a la refrendación de los acuerdos de La Habana, tiene que ver con el reconocimiento pleno de derechos políticos a individuos con condenas de la justicia ordinaria por delitos como el secuestro, la extorsión, el narcotráfico, y delitos sexuales aún contra integrantes, niños y adolescentes, de la misma guerrilla; fruto de los acuerdos rechazados se suspendieron las órdenes de captura contra ellos mientras la JEP se pronuncia, pero no se borraron ni sus antecedentes, ni la responsabilidad penal demostrada con el debido proceso por los jueces de la república de manera legal. Por lo menos, como lo dijera de manera mendaz el mismo presidente Santos, esos cabecillas no deberían estar ostentando poder político mientras no se cumplan los requisitos, de justica, verdad y reparación a sus víctimas y no de manera formal simplemente.

Los defensores del proceso de La Habana ponen como ejemplo el proceso de Justicia y Paz adelantado en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, pero omiten señalar que purgaron penas efectivas en cárceles, muchos fueron deportados por seguir delinquiendo después de firmado el Acuerdo y aún, por desidia de la justicia, no se ha resuelto la situación jurídica de miembros de base de la AUC; mientras tanto, los acuerdos de La Habana no contemplan ese tipo de penas privativas de la libertad para los miembros de las Farc-Ont con responsabilidad por delitos atroces y en cuanto a la extradición de quienes siguieron delinquiendo, bueno, el caso Santrich es supremamente ilustrativo.

Es cierto que Iván Duque basó su campaña presidencial en la promesa de no hacer ni trizas, ni risas los acuerdos de La Habana, 10.282.849 de colombianos de todas las vertientes políticas lo elegimos con esa premisa y la esperanza de cambios que devolvieran el orden constitucional y legal afectado por Santos y su coalición (que sumados a la izquierda terminaron apoyando a Gustavo Petro que obtuvo 7.536.231, el 39,1% de electorado); pero con preocupación vemos que nueve meses después de su posesión tales cambios se han refundido por ese ánimo conciliador y la decisión de no utilizar el “espejo retrovisor”, que tan caro le ha salido porque termina asumiendo la responsabilidad del desastre social, económico y político que dejaron 8 años de gobierno de Santos.

Y es que ese gobierno no solo permitió la claudicación institucional, hizo uso como nunca otro gobierno en la historia, de recursos públicos para comprar lealtades, hasta el punto de que hoy los medios aún defienden a rajatabla un discurso mentiroso que dibuja una paz lejana de existir, aunque ya algunos comienzan a agotar los suministros de mermelada y se alejan de ese modelo, como ocurre de pronto con Revista Semana, aproximándose a posiciones que al menos les garantice la pauta oficial como fuente de ingresos para subsistir.

Es cierto que la gobernabilidad, en un sistema político como el nuestro, depende en gran parte del respaldo político que el mandatario tenga en el Congreso y los partidos políticos no definidos de izquierda y aunque teóricamente no hacen parte de la oposición a muerte que jurara Petro antes de la posesión de Duque, si han explotado hábilmente su representación para extorsionar al gobierno y exigir participación burocrática y en contratos como lo hace el Partido Liberal, Cambio Radical y el Partido de la U; nada más hay que analizar el discurso de Cambio Radical frente a la JEP y el reconocimiento de derechos y representación política a los miembros del Secretariado de las Farc-Ont, que manejó antes de las elecciones presidenciales y el que maneja ahora cuando dice que los cambios introducidos, sin que se introdujera ninguno, satisfacen sus demandas.

No es raro que como defensores de los acuerdos de La Habana y la impunidad para narcoterroristas sean precisamente los representantes de esa corriente corrupta del santismo. Ellos fueron durante el proceso de La Habana negociadores del gobierno y coincidencialmente los beneficiarios de multimillonarios contratos para hacer pedagogía o implementar la paz allá acordada, lo que no deja de ser antiético cuando menos porque estaban negociando para obtener provecho personal en nombre de la república. Lo mismo ocurre con voceros de la izquierda como Antanas Mockus, que perdió en primera instancia la curul en el Senado precisamente por la inhabilidad resultante de ser contratista del Estado 6 meses antes de ser elegido, decisión legal a la que ahora le buscan retruécanos leguleyos para revertir.

La izquierda tradicional es más coherente y fiel a sus propósitos. Después de haber desarrollado durante más de 60 años la tesis de la combinación de las formas de lucha, que incluía las narcoguerrillas, ahora se empeña en destruir el modelo político utilizando los derechos y garantías que el mismo Estado constitucionalmente les otorga. Derrotados militarmente han encontrado más eficientes y eficaces los instrumentos democráticos para perseguir el mismo fin de imponer el socialismo, sueño atávico después de ver su fracaso histórico que comenzó con la caída del imperio creado por la URSS y del que sobreviven los fiascos de Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Si el pueblo colombiano no reacciona, si esos 10.282.849 de electores a los que se suman los millones de desencantados con la falsa paz o paz imperfecta no reaccionan y desde las calles y cuanta tribuna se pueda, no rescatan el modelo político democrático de la amenaza que se cierne sobre él, es una realidad que los narcoterroristas sí lo harán y de la mano de unos poderes públicos corruptos, como el legislativo y el judicial, seguirán suplantando el Estado social de derecho y en muy poco tiempo comenzaremos a sufrir el infierno del fracasado socialismo real o del siglo XXI como ahora se disfraza.

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