Herencias y legados
Opinión

Herencias y legados

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febrero 28, 2014
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—Papá, papá, ya tengo el diploma de universidad.

—Pues hijo, llegó el momento de buscar trabajo.

Esta es una conversación corriente entre padre e hijo y el hijo habrá de sacar diez copias de una elaborada y a veces engrandecida hoja de vida que tal vez afirme saber francés cuando solo dirá je t´aime con acento acaramelado y aprendido de una bella francesita en cualquier vacación en Cartagena. Y a recorrer las calles en busca de trabajo y a conocer lo que es eso que te citan a las nueve de la mañana y son las tres de la tarde y el doctor no ha llegado.

Pero puede ocurrir que el padre del graduado sea político, esto es, comenzó de concejal, de ahí a representante, habrá gozado de una que otra corbata, tal vez ha sido ministro de algo o jefe de departamento administrativo de una entidad de esas que sirven para poco y digamos que hoy es senador. Lleva en eso 30 años y hoy hace números. Más sumas que restas. Parece y dicen que la pensión de jubilación de un padre de la patria es tan grande que hay que tener tres bolsillos en el pantalón. Y su hijo, recién graduado y que lleva eso de la política metido en las venas, pues es concejal o representante de las juventudes del partido familiar y cuando le informa a su padre que ya es universitario, la respuesta no puede ser diferente a esta:

—Bravo mijito, mañana comenzamos campaña al Congreso y acuérdese de acordarme que tengo por ahí unos votitos que voy a endosarle. Dicho y hecho.

Y ahí nace el delfín. Un tipo con las mismas mañas del taita, que va a hacer lo mismo o lo que es lo mismo hacer poquito y ganar mucho. Y contra más mañoso, mejor le irá. “Reglas de la vida”, dirá un refrán popular.

Y es algo típico en la cultura (?) política colombiana, como que los votos pasan de generación en generación, votos saltarines como los delfines. Y siempre había pensado que los delfines políticos se llaman así por su enorme parecido con aquellos hermosos cetáceos que vemos en los documentales, tan inteligentes y amables. Y como los delfines políticos suelen ser jóvenes, casi que recién graduados de universidad, pues pensaba también que son amigos de los niños, como Flipper. “Todos los delfines son iguales”, sentenciaba. Pero cómo no.

Miraba con detenimiento la foto de cualquier Simoncito y no se me aparecía aquella inteligencia desbordada de los simpáticos animalitos y menos cuando impávido afirmó que no había leído lo que por su importantísimo cargo debiera haber leído.

No veía ningunos elementos que me hicieran recordar a los delfines. Ni los hermanos Galán ni el joven Lara o Serpa junior ni Samper tan encorbatado en su viceministerio “de justicia” llegaban a poseer las líneas y manchas que contrastan con el color principal de los delfines. No, siempre llevan el mismo color. El color neutro de la neutralidad. Tampoco veía en Santos o Vargas Lleras (que también ellos son delfines) lo que llaman “el melón”, aquel órgano redondo ubicado en la cabeza y usado para la ecolocalización de los cetáceos. No, era claro que no: ni el presidente ni su futuro vicepresidente usan eso de ecolocalizarse.

Me decían que Samuel, otro delfín, tenía como los peces una vista muy desarrollada y que podía oír frecuencias diez veces o más del límite superior del oído humano adulto. Lo que tenía muy desarrollado era el olfato.

Nada parecía corroborar aquello del parecido entre los dos delfines: los del mar y los del escritorio. Eran seres diferentes. Y lo que me sacó de dudas reales es cuando afirman que los delfines son sociables, coquetos y agradables, que es como la regla de su temperamento. Mientras los animalitos saltan de felicidad por las aguas mansas, los jóvenes delfines colombianos difícilmente pueden ser sociables si pasan raudos por las calles a bordo de esas terribles camionetas cuatro por cuatro y con vidrios negros polarizados escoltados por más camionetas que se cierran a derecha e izquierda y por agresivas motos policiales violentando todos las simples reglas de tránsito. En campaña, dicen, suele escapárseles una sonrisa inocente.

Eso le pasa a uno por no leer e investigar y creerse lo primero que le dicen los amigos ignorantes y desinformados.

Y fue leyendo un libro de historia que caigo en cuenta de mi gran error: se les llama delfines por un título hereditario en Francia (dauphiné) y no complico más la historia ya que tocaría remontarse a Lucho Herrara que creo recordar se ganó la Dauphiné Libéré, una vuelta ciclista, hace ya de eso unos años.

Bueno, sea como sea, votaré por los delfines. Los que nadan. Los saltarines, aclaro.

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