Frío, frío
Opinión

Frío, frío

Ese día del invierno neoyorquino del 98, tomé conciencia de mi relación de amor con el frío. Un par de años después entendí el origen de esa pasión

Por:
noviembre 02, 2015
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—¿Y desde cuándo te dio la güevonada de andar con la cara al aire en medio de este invierno de mierda?¿No ves que ya tenés la nariz morada?

La delicada pregunta de mi amigo Piña, lejos de incomodarme, me resultó tan esclarecedora que no pude evitar sonreír. Tal vez por eso, por la incongruencia entre su imprecación y mi gesto, es que mi antiguo compañero de parrandas, decidió dejarme solo en la sala y dirigirse a la cocina a preparar un cafecito.
Yo no me moví. Ocupé el estropeado sillón terracota que desde hacía una semana compartía con el gato del doctor Juan, —doctor que no era otro que el mismo Piña pero para sus pacientes-, y me dediqué a recordar cada uno de los rostros que, entre sorprendidos y molestos, repararon en mí durante todo el trayecto entre el Central Park y el West Village. Esa colección de cejas elevadas y ceños fruncidos que logré entrever detrás de las bufandas y los gorros de lana, me llevó a pensar por un instante que la fama de ciudad tolerante que cargaba Nueva York no era más que otro artificio gringo y que estaba siendo allí mismo y en aquel instante, víctima de algún tipo de xenofobia selectiva.

—Era por el frío. —Le dije a Piña mientras traía, llenas de café humeante, un par de tacitas decoradas con motivos Tayrona.

—¿Por el frío decidiste andar con el rostro descubierto?  —dijo sin mirarme—. Estás igual que mi paciente de esta tarde. Un descocado que me confesó lo mucho que disfrutaba ejercitar su exhibicionismo en invierno porque a la sensación de sorprender a sus víctimas, se sumaba la de estar rompiendo un récord.

—No! —le respondí—. Era por llevar el rostro descubierto que todos me miraban como bicho raro.

Piña sorbió el café y encendió la tele sin decir nada más: o no me escuchó o ya había tenido bastante por ese día de pacientes siquiátricos como para profundizar en el caso de un colombiano criofílico.

Ese día del invierno neoyorquino del 98, tomé conciencia de mi relación de amor con el frío, pero fue solo un par de años después que entendí el origen de esa pasión.
Ocurrió en Bogotá, mientras ejercía la labor de guía turístico con mi padre quien, entre gestos de agobio y ojos de niño, visitaba por primera vez la capital.

En una esquinita del barrio colonial de La Candelaria, y mientras dos colegialas que esperaban ser atendidas por un vendedor callejero de churros obstaculizaban la circulación por la acera, obligándonos a rodear el carrito perfumado de aceite mil veces reciclado, mi viejo soltó la frase que para mí devino en revelación: “Este vientecito es igual al de Yarumal cuando salíamos a trotar. ¿Te acordás?”

Y claro que recordé.
Recordé las madrugadas para trotar hasta el Asilo de Ancianos, que era el límite visible de mi pueblito.
Recordé su cuerpo moviéndose a mi lado, magnífico pero a la vez indulgente: avanzaba casi caminando para que yo, a mis siete años, pudiera salir del reto con el orgullo intacto.
Y reviví la sensación de ese viento helado de los Andes colombianos hiriendo las paredes de mi nariz.
Entonces se lo dije: —¡Claro! ¡Por eso me gusta tanto el frío!
Pero era obvio que mi viejo o no entendió o no me escuchó, porque para ese entonces había completado la circunnavegación alrededor del carrito de churros y hacía la cola detrás de las colegialas de piernas blancas.

Después de ese par de episodios, he tenido innumerables encuentros amorosos con el invierno, pero ya no he tenido que descubrir o entender nada sobre la naturaleza de esa pasión. Es la capacidad que tiene el frío de regresarme a la infancia y a esas jornadas al lado de mi viejo, lo que hace que desde siempre prefiera los vientos helados de las calles al calor del hogar, la niebla vespertina que cubre la Sabana de Bogotá y cuya completa belleza, dicho sea de paso, solo puede percibirse cuando se observa desde el otro lado de un vidrio empañado, a las fotogénicas polaroids del mar Caribe.

Pocos lo entienden. Creo que no lo entendió Piña, creo que tampoco lo entendió mi viejo esa tarde en medio de las calles empedradas del centro bogotano y, definitivamente, no lo entendió nunca Paloma, mi efervescente amiga cubana, pese a los innumerables intentos por hacerle entender el placer de retar sin camisa y sobre una bicicleta china, los frentes fríos que golpeaban el malecón habanero todos los eneros.

Esta madrugada, mientras esperaba el colectivo 29 en el Parque Lezama y con los ojos cerrados extendía un poco el cuello para inspirar con fuerza y llenarme los pulmones con el viento helado de la primera mañana fría del año, podría jurar que la niña punk que me acompañaba en la espera, estaba más lejos que todos de entenderlo.

A mí no me importó. Subí al colectivo. Pagué un peso. Ocupé un asiento vacío al lado de una ventanilla y, desde ahí hasta Pueyredón y Córdoba, donde me apeé, me dediqué a odiar con todas mis fuerzas a los que tuvieron la ocurrencia de pegar el aviso en los vidrios. Ese que dice: “Prohibido abrir las ventanillas en temporada de bajas temperaturas”.

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